La calle en la que yo viví durante los primeros años de mi vida era una calle indudablemente española. O catalana de aquella época, esa Catalunya en la que el catalán seguía siendo una lengua prohibida en los círculos oficiales de la dictadura franquista. Era una calle llena de pequeños comercios; una sastrería con un sastre que hacía trajes a medida, una o dos barberías, dos o tres kioscos de prensa, algunas farmacias, un par de restaurantes de pollos asados, una pequeña pero muy frecuentada librería en la que se vendían exclusivamente obras teatrales y volúmenes de poesía, una tienda de artículos de deportes que no era Decathlon, y varios colmados que todavía no habían adoptado el absurdo nombre de supermercados (en el mundo anglosajón a esos establecimientos se les llamaría como mucho “convenience stores”).
Pero los tiempos modernos, cuya materialización urbana es la calle única neoliberal, aborrecen la auténtica diversidad con el mismo encono con el que eso que llamamos “naturaleza” aborrece el vacío, y no tienen lugar para esas excentricidades y exotismos, en especial para las excentricidades verdaderamente autóctonas. Todos los nombres y expresiones “fashion” deben ser en lengua inglesa, y esto lo saben incluso en los pequeños comercios que todavía perviven y que se apresuran a publicitar sus pequeñas ofertas como “Black Friday” y otros nombres por el estilo. Da igual que la ciudad que visites sea Roma, Barcelona, Madrid o Valladolid. De hecho, es en las arterias principales de las ciudades no muy grandes donde la globalización es todavía más palpable y asfixiante. Todo es Zara, Starbucks, Pizza Hut, Tezenis, Disney, Burger King, Deutsche Bank, Orange, Vodafone, y un larguísimo etcétera, y luego tiendas de móviles y hoteles por doquier. Ciudades como Lisboa sólo son reconocibles en sus barrios más modestos como Alfama y otros barrios más marginales, porque todo el centro de la ciudad ha sido casi totalmente gentrificado.
La gentrificación implica no sólo la sustitución de los comercios más tradicionales, sino también un auténtico apartheid o limpieza étnica urbanística, en la que las clases menos pudientes tienen que dejarles el sitio ya sea a los turistas, a los pisos patera, o a cualquier otra estratagema urbanística que poco a poco van obligando a las clases trabajadoras o “medias” a vivir en los suburbios o donde buenamente puedan. Muchas ciudades norteamericanas tienen alquileres e hipotecas sencillamente inasequibles para la mayoría de la población, y un trabajador medio necesita tener dos o quizá más empleos para poder pagar una vivienda. Sin duda esta precariedad no sólo laboral sino de vivienda es una de las causas del descenso generalizado de la natalidad en todo el Occidente, pero esto no les causa mayor inquietud a las élites occidentales, probablemente porque piensan que, gracias a la inmigración de los países bombardeados y masacrados por la OTAN o en las guerras de la OTAN –Iraq, Libia, Siria, Ucrania– siempre se encontrará carne de cañón para las guerras del futuro y, sobre todo, para la gran cruzada contra Rusia.
Barcelona es otra ciudad que ha sido gentrificada a pasos agigantados. Al no haber sido nunca capital de un imperio colonial, no contiene tantos edificios majestuosos como, por ejemplo, la Castellana de Madrid, o Lisboa, Londres, París, etc., pero su perfil urbano cada vez muestra más similitudes con el de esa calle única que es compañera inseparable del pensamiento único. Los edificios de Gaudí son los pozos de petróleo de Barcelona. Su principal fuente de ingresos. Pero la aparición de un nuevo Gaudí sería del todo impensable en el marco de la arquitectura minimalista, funcionalista y deshumanizada de nuestros días, muy poco dada a cualquier majestuosidad que no sea deliberadamente cutre, como por ejemplo ese pene gigantesco que es la Torre Agbar. ¿Una torre pensada para engendrar un mundo o para engendrar un aborto?
Los principales enemigos de la calle única suelen ser, en gran medida, esos a los que Hillary Clinton llamaba “the deplorable”. Los deplorables. Aquellos que se resisten a abandonar sus viviendas de toda la vida, principalmente cuando ya han llegado a edades tan avanzadas que les resulta impensable buscarse un nuevo futuro. Son el equivalente urbano de las decenas de miles de agricultores de toda Europa que se están manifestando contra las leyes que favorecen a los productos ucranianos, israelíes y marroquíes y demás países no europeos. Esos que no tienen el suficiente poder como para hacer valer sus puntos de vista y sus intereses, pero a la vez son demasiado numerosos para ser silenciados por completo, como al sistema totalitario neoliberal le gustaría. Si bien el neoliberalismo no tolera la auténtica disidencia, le conviene acomodarse –eso sí, dentro de un orden– con el derecho a la pataleta, pues de alguna manera tiene que justificar que es liberal, en contraste con las “inhumanas” dictaduras rusa o china. Los predecesores lejanos pero imprescindibles de los descontentos de hoy en día fueron los sindicalistas mineros británicos y los controladores aéreos norteamericanos, machacados en su día por Thatcher y Reagan y satanizados por el aparato mediático del sistema, lo mismo que ahora. En un planeta que se acerca a pasos agigantados al escenario representado en la película “Elysium” (2013) no es de esperar que estos movimientos de resistencia tengan mucho éxito. Blackrock, Vanguard y otros fondos buitre que manejan a los políticos tienen una gran ventaja sobre los movimientos ciudadanos que se oponen al proceso de la calle única, movimientos siempre improvisados, de difícil organización y expuestos a los ataques del sistema por las más variadas vías. Lo que podríamos llamar la gentrificación de las zonas rurales, en realidad un fenómeno complementario de la gentrificación de la calle única, es promovida por compañías como Bayer, Google, Microsoft, BASF, Syngenta, etc. –el mayor propietario rural de Estados Unidos, como se sabe, no es otro que Bill Gates–, y está encontrando en Ucrania, ese gran laboratorio de pruebas del nazismo del siglo XXI respaldado hasta el último ucraniano y pronto hasta el último europeo por el Occidente colectivo, su mayor víctima, eso sí, una víctima disfrazada de cliente. Ucrania no sólo está pagando su guerra con cientos de miles de muertos, además ha entregado por completo su futuro a las grandes compañías globales.
En este contexto, podría pensarse que el genocidio que está teniendo lugar en Gaza es otro ejercicio colonialista de gentrificación. Dos millones de palestinos están siendo bombardeados y desplazados de sus hogares por el mismo Occidente colectivo, cuyo brazo ejecutor en esta ocasión no es otro que el supremacismo sionista, al que no se puede criticar de ninguna manera en “democracias tan avanzadas” como USA, Gran Bretaña o Alemania, ese país que ha demostrado sobradamente a lo largo de su historia su agudeza al distinguir un genocidio de lo que no lo es. El petróleo que se encuentra en Gaza, así pues, no será comercializado por la población originaria árabe, sino por el estado israelí tras esta enorme segunda nakba. Como dijera el innombrable Karl Marx, no hay nada tan revolucionario como el capitalismo.
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