Como en los días en los que tras la tormenta se escucha la respiración lenta de los bosques, así los sueños humanos se aletargan después de algún temblor que hizo añicos alguna realidad laboriosamente creada. Por la misma senda caminan los avatares humanos y los vientres venosos de la tierra.
No voy a recrearme en una descripción bucólica y pastoril de los paisajes naturales, sino en la vida agrícola, su historia, avatares y abandonos, sueños, miedos, errores (base de nuestras verdades), pero también de violencia. Demasiadas veces los campesinos han sido traicionados por los que se erigen en dueños de la tierra, del agua, del viento y hasta del sol.
La tierra siempre ha estado amenazada por atmósferas de dominio. “En mi hambre mando yo”, dijo el jornalero al cacique que le tiraba unas monedas para comprarle un voto. Una historia larga de luchas y conquistas frente a los señores, pero también frente al menosprecio de las ciudades que se adjudicaron el título de la “civilización”, de la que excluían a los campesinos.
El dictador fue cruel con la España rural, ejerció un maltrato persistente sobre la forma de vida de los pueblos. Millones de personas subieron a los trenes y autobuses que los llevarían a Madrid, Barcelona o Bilbao, a formar parte de las masas proletarias o de la marginación en las chabolas. Queda la memoria y el dramatismo de quienes dejaban atrás su casa, sus tierras, sus herramientas, sus pueblos y ríos, y se hacinaban en los extrarradios de las grandes acumulaciones de población, enfrentados a los estigmas y al desamparo. Eran los años 50 y 60, la época llamada del desarrollismo. Necesitaban mano de obra para las grandes industrias. Los pueblos de la geografía hispana se fueron vaciando, y los que no lo hicieron por voluntad propia, el dictador los anegó, sepultando valles completos que habían proporcionado alimento a miles de habitantes y ganados. Cientos de aldeas desaparecieron bajo el agua y muchos más se quedaron sin actividad económica. Hoy forman parte de un paisaje espectral que aparece y desaparece, cuando las aguas bajan o suben de nivel.
Más tarde llegó el gigante europeo. Un día, en una habitación lejana, se decidió el arranque, la destrucción de las plantas trabajadas. Eran los olivos, y las blancas flores de azahar de los naranjos. Eran las vides y las frutas y la leche alimentada por la verdura espesa de los praos. Eran los cereales y la constancia de las tierras rojas y ocres bajo los cielos extensos de las mesetas de aire limpio. Eran las sombras redondas de los pumares astures y los almendros que habían tardado cincuenta o sesenta años en adquirir su presencia estética, todos ellos fueron arrancados por máquinas cuyo mando final está en Bruselas.
En un alarde de vanidad el gigante le declaró la guerra a la tierra. Y tras la guerra, el destierro y las justificaciones para tratar de convencernos de no pensar que no se comen ladrillos sino tomates, que no son románticos los desterrados sino gentes que ordeñaban las vacas, que generaban buenos pastos subiendo a sus ovejas al monte, que prevenían los fuegos, que alimentaban a las ciudades.
Haciendo un símil con la vida del mar, a un marino le parece que un barco se siente desdichado cuando no tiene agua bajo la quilla. Igualmente un campesino al que le es arrebatada la tierra se siente el más infeliz de los humanos.
Les pagaron con absurdas explicaciones. “Hecatombe” es la palabra, que en tiempo de Ulises significaba el sacrificio de cien bueyes. Pero esta vez no hubo dioses complacidos ni agradecidos, los dioses de ahora son inestables (la religión del dinero).
Ya en la ciudad, los serios representantes de la cultura fabricaron el estigma rural, inventaron personajes brutales, supuesto mundo de rencillas, crímenes, irracionalidad, odios. Era la forma de olvidar a los propios fantasmas de la urbe: la miseria, la violencia, el crimen, el hambre, la soledad, la monotonía de vidas que solo conocen el camino de ida y vuelta que los lleva a un trabajo generalmente nada gratificante.
Ni boina ni paleto, mi me midas ni me retrates, no vengas de la ciudad a convertirme en un mito o a cosificarme como un objeto etnológico. Las teorías de medición de la inteligencia han pasado a mejor vida. ¿Quién osa decir que los habitantes de las zonas rurales tienen una cultura menos desarrollada que los que toman aire contaminante cada mañana en las ciudades? ¿Acaso es mejor opción para la vida habitar edificios como cajas de cerillas, salir de casa y tener líneas, aceras y semáforos que te pautan los pasos, enjaularte en una lata de ruedas? ¿Acaso requiere menos movimiento del cerebro el trabajo de la siembra y la cosecha de alimentos para toda la población?
La vida del campesino está ligada a nuestro bienestar, cuando él desaparece vemos las grandes extensiones tratadas con herbicidas (van en paquete las semillas, los tóxicos y las grandes corporaciones), adiós a las abejas, adiós a las mariposas y a las luciérnagas, los insectos ya están en manos de los grandes propietarios para darnos de comer grillos criados por millones en naves destinadas al negocio de la alimentación. El capitalismo todo lo convierte en mercancía, hasta nuestros estómagos son pasto de los grandes señores de la tierra.
Dudo de nuestra debilidad porque no todo está escrito. Los surcos desaparecen pero la tierra aún respira. Y aún comemos patatas, no ladrillos.
Eirene
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