Hay dos Antonios de Nebrija, y ambos muy interesantes. Uno ha trascendido por ser el autor de la "Gramática de la lengua castellana", allá por 1492, la primera publicada sobre una lengua "vulgar". El Antonio de Lebrija de nuestro Blog Coral ha pintado mucho: desde el Palacio Real hasta muchas casas de famosos y las Galerías Preciados de la calle homónima en Madrid.
Sobre Antonio de Nebrija hay mucho escrito, y cada uno conoce las fuentes donde documentarse sobre él. La wiki informa que fue hijo de agricultores judíoconversos con suficientes ingresos para que fuera a estudiar en la Universidad de Salamanca y luego en Bolonia becado por el obispado de Córdoba. Gracias al maestre de Alcántara, Juan de Zúñiga, pudo volcarse en sus estudios filológicos que dieron lugar a su famosa Gramática, que no se reeditó hasta 1744 lo que refleja la desidia española por la difusión del conocimiento.
Nada hay escrito sobre nuestro Antonio R.L, nacido en Lebrija y crecido en un barrio de Jerez. Por eso, en su 81 cumpleaños, merece la pena redactar esta semblanza en su homenaje y también a la generación que nació en los años más duros de la posguerra. Un relato esquemático, porque cada epígrafe daría para un capítulo de una buena novela pero no cabría en el blog. Con la misma inteligencia natural del gramático, nuestro Antonio no tuvo los padrinos que le mantuvieran en la escuela más allá de unos meses donde aprendió a leer con su admirado maestro. Sin duda hubiera llegado lejos, o al menos a ganarse un sueldo sin necesidad de tener callos en las manos.
La familia de Antonio se mudó a Jerez para encontrar de comer, pero el padre falleció y la madre tuvo que dedicarse al estraperlo. Siendo muchos hermanos, desde los 9 años hubo de buscarse la vida. Su primer empleo no podía ser más literario: Lazarillo… de Guadalete, hubiera sido su relato de aventuras y desventuras. Pasar de ganar 2 pesetas a 10 diarias demuestra su habilidad para esa tarea, que alivió el hambre de su familia. Luego, mozo de un aparcero, a cargo de la mula que llevaba la comida y el agua a los jornaleros. Una mula resabiada que en alguna ocasión procuró tirarlo contra los afilados tallos cortados de las biznagas.
Los días de la infancia son muy largos, y el estómago vacío hace que uno busque cualquier forma de llenarlo: sea intentando llevarse unos pavitos (anécdota que ya contó, y que le supuso un guantazo que casi le arranca la cabeza) o rebuscando entre lo ya cosechado por otros, que les llevó a tirarse al río huyendo de la Benemérita y sentir los disparos levantando el agua cerca, para amedrentarles. Subirse a los trenes sin billete y tener que saltar en marcha antes de llegar a la estación de otra población donde encontrar cualquier cosa ingerible o que fuera trocable por comida.
Su adolescencia en un trabajo de hombres que hacían ladrillos macizos de forma artesanal por una miseria, y pasar cobrando un poco más a una fábrica donde le tocaba sacar los ladrillos aún humeando del horno. Anécdotas de novias simultáneas a las que contentar corriendo de una punta a otra de Jerez para llegar a las citas del mismo día. Lógico acabar con anemia, con tanto trabajo y tanto trajín.
Llegaron los 19 años para ir a la mili, la primera vez en su vida de comer caliente a diario. Para cobrar algo más, voluntario al Sáhara español, al Aaiun, de paracaidista que pá eso tenía buena planta y ningún miedo sino al hambre. Pasar una noche en blanco en una guardia en la montaña, oyendo arrastrarse a alguien por la ladera y temiendo ser degollado por un moro, para ver al amanecer que era un saco que se había enganchado en una alambrada. Ser tirador de primera para matar una gacela y dejar de comer bazofia. Robar el agua de la piscina del comandante porque con un litro era imposible sobrevivir. Ya en Alcalá, a punto de licenciarse, ver que al capellán del regimiento no se le abrió el paracaídas y no lo salvó ni Dios.
Al licenciarse de esos años de chinches en África, se tenía derecho a un trayecto en tren a donde se eligiera. Pues a Barcelona, que en los sesenta era "la ciudad de la luz", industrial y culta, en contraste con un país lúgubre agrícola y dominada por el clero preconciliar. El recuerdo del día de san Juan como describe Serrat en su Fiesta: la única noche donde ricas y pobres copulaban sin tasa. Buen pulso y buen ojo con las mezclas, le hicieron pasar de aprendiz a oficial de pintor, con carnet del gremio para trabajar en los estudios de cine donde se perpetraban esas películas anodinas subvencionadas que hicieron millonarios a algunos amigos del Régimen. Tener que dejar la pensión por un asunto con su maestresa, y por fin casarse con su novia del pueblo, traída a Barcelona por la madre de Antonio.
Y la conciencia política y social, de comunista de corazón y anarquista de actitud, fue forjándose viendo cómo engordaban los de arriba y cómo adelgazaban los de abajo. Los tiempos de huelgas llegaron al ver a un compañero recibir un culatazo, no pudo evitar lanzar tal piedra al guardia civil que le rompió unas costillas y tuvo que salir para Madrid antes de la brutal paliza que le esperaba. Pero en Madrid, capital de la construcción y de la especulación, también había que defender los derechos de los compañeros, y la huelga general de Fuenlabrada le supuso acabar detenido "por acercarse a la barricada para quitar algún neumático": el comisario no se creyó que el mechero que llevaba encendido era por echar un pitillo.
Antonio no soporta entradas de más de mil palabras, y quedan en el tintero cien anécdotas más. Pero esta semblanza quiere ser el homenaje a un hombre que vivió una época difícil, que ayudó a levantar el país con sus manos, que dio la cara por sus compañeros, que contra viento y marea cree en la dignidad de la clase obrera y sigue pidiendo UNIDAD de la Izquierda sin discusiones bizantinas sobre galgos o podencos.
Por una vez, os ruego que nos centremos, dos o tres días al menos, en hablar de una generación que nos precedió y abrió caminos a costa de dejarse la piel. Mil gracias
Sentido Común