lunes, 24 de junio de 2024

EL EXTREMO CENTRO Y SUS ENEMIGOS

El año que viene 2025 se cumplirán 80 desde la publicación de “The Open Society and Its Enemies” (La sociedad abierta y sus enemigos), la obra de filosofía política más influyente del teórico de la ciencia Karl Popper. En ella se aboga por la sociedad “abierta” occidental, una sociedad en la que, supuestamente, todas las ideas y doctrinas políticas pueden someterse a una libre discusión para que sean los ciudadanos los que elijan entre las distintas corrientes ideológicas. Una sociedad donde el ágora cobra su pleno significado frente a las tendencias totalitarias de las sociedades cerradas gobernadas por regímenes despóticos.

    En su célebre libro, Popper arremete a matar contra tres filósofos de distintas épocas a los que atribuye la creación del pensamiento totalitario a través de los siglos: Platón, Hegel y Karl Marx. Difícilmente seré yo quien defienda a Platón. De hecho, encuentro muy atinada la crítica que el pensador austriaco nacionalizado británico hace del pensamiento platónico. Platón es de esos pensadores que quedan de maravilla en Facebook cuando se publica alguna de sus sentencias que parecen rebosar de sabiduría, como también en las revistas de divulgación científica y filosófica. ¿Quién puede contradecir a Platón cuando se leen frases como esta, por ejemplo?: "La ignorancia, en verdad, es la madre de todos los males”. Es una frase modélica, de esas que se podrían grabar en la taza de café del desayuno, por ejemplo, o incluso en una T-shirt, aunque ya sabemos que las preferencias del público de hoy en día van por otros caminos. Es una frase típica de ancianito venerable que se lee con una sonrisa beatífica en los labios. Otra cosa es cuando uno se adentra en la lectura de “La República” y ve que Platón, en efecto, diseñó de manera implacable lo que tenían que ser los pilares de cualquier estado totalitario futuro, con los poetas convertidos en una especie de funcionarios del estado sin otro papel que el de cantar las supuestas glorias de la patria, y muchas otras delicias que el lector va descubriendo a medida que pasa páginas. Platón, gran admirador de Esparta y procedente de una familia de la aristocracia ateniense, no sentía la menor simpatía por el muy imperfecto régimen democrático ateniense, que a él le parecía un exceso por la indebida influencia de la plebe.

    También es bastante razonable la crítica de Popper a Hegel, ese gran abogado defensor del estado prusiano. Hegel creía en una teleología de la Historia –así, con mayúsculas– y en esa idea extraña que él bautizó como “la astucia de la razón” (die List der Vernunft), según la cual incluso cuando la Historia parecía estar en pleno retroceso, en realidad estaba tomando impulso para nuevos avances. Algo que Lenin parafrasearía en cierto modo con la fórmula “Dos pasos adelante, otro hacia atrás” (el problema surge cuando los pasos atrás son cuatro). Esa marcha de la Historia hacía una forma final casi perfecta de las sociedades más avanzadas justificaba la preponderancia del estado en casi todos los ámbitos de la vida. Visto desde el prisma actual, a cualquiera le rechinaría el eurocentrismo supremacista y racista de Hegel, pero esa había sido la norma de los filósofos occidentales durante siglos y no iba a ser él quien la rompiera. Sea como fuera, el autoritarismo prusiano y sus posibles imitaciones quedaban justificados de esta forma.

    Y llegamos a la crítica que Popper hace de Marx. Aclaro desde el principio que creo que Popper ha sido el crítico más acertado y lúcido de Marx que ha dado el pensamiento burgués. Pienso que la crítica del historicismo que hace Popper tiene mucho sentido, y que supo ver muy bien que esta rémora del pensamiento hegeliano era el punto débil de toda la teoría marxista. Marx es impecable en su crítica del sistema capitalista y en la de los economistas ingleses y franceses que le precedieron, como también en su crítica general de la filosofía alemana. De hecho, pocas cosas hay más risibles en el mundo que ver a un economista neoliberal o similar tratando de refutar las ideas de plusvalía, explotación, colonialismo o fetichismo de las mercancías. Pero se equivocó al pensar que el triunfo de las clases trabajadoras, por ejemplo, era inevitable, y no previó la capacidad de mímesis y resistencia del sistema capitalista, su habilidad para destruir, fagocitar e incluso cooptar cualquier pensamiento o corriente social disidente que de alguna manera pudiese poner en peligro su dominio. Tampoco acertó al pensar que la gran revolución socialista prendería en alguna gran potencia industrial como el Reino Unido, Alemania o Estados Unidos, cuando en realidad se produjo en un país en la periferia del mundo capitalista como era la Rusia de principios del siglo XX.

    Pero una vez vistas someramente las críticas de Popper a sus filósofos repudiados, quizá cabría hacerse preguntas acerca de su premisa mayor. Es decir, ¿hasta qué punto existen en la realidad las “sociedades abiertas”? Más todavía: ¿son las sociedades occidentales que conocemos hoy en día auténticas sociedades “abiertas”?

    Para empezar, tendríamos que determinar quiénes son los que certifican que una sociedad en concreto sea “abierta”. ¿Esa creencia está justificada y viene de parte de los propios ciudadanos o más bien sería una ilusión comparable a la de los habitantes de la caverna de Platón? Dejando aparte el hecho de que la Historia nos demuestra que las mayorías rara vez han tenido la razón, queda el hecho de saber si la ventana de Overton de una determinada sociedad es lo bastante amplia para que cualquier idea pueda expresarse con la misma facilidad con que se expresan las ideas de la clase dirigente que ostenta la propiedad de los medios generalistas de manipulación de las masas. ¿Qué ideas son consideradas aceptables para el debate político y cuáles no? ¿Quiénes son los responsables de ajustar esa ventana? En países como los Estados Unidos, la gran potencia hegemónica de nuestra época, el poder con mayúsculas decidió que el debate político debía limitarse a dos grandes partidos: el Partido Demócrata y el Partido Republicano. Se objetará que dentro de esos dos partidos mastodónticos existe un animado debate interno y unas elecciones primarias. La realidad es que cualquier candidato que se atreva siquiera a poner en duda el pensamiento único neoliberal se convierte de manera automática en el blanco de la casi totalidad de los medios de disuasión masiva. Ejemplos como la persecución que han sufrido políticos apenas socialdemócratas como Bernie Sanders, Jeremy Corbyn o Pablo Iglesias en sus respectivos países demuestra hasta qué punto la ventana de Overton se ha reducido a la estrechez de la ranura de un buzón de correos. Son estos políticos hegemónicos, demócratas y republicanos en Estados Unidos, socioliberales –también conocidos falsamente como socialdemócratas– y conservadores en la Europa de Maastricht, los que se han arrogado el derecho de catalogar a las familias políticas más o menos disidentes como “extrema izquierda” o “extrema derecha”.

    Pero en realidad, ese pensamiento hegemónico bien podría clasificarse desde una cierta irreverencia –¿o lucidez?– como de “extremo centro”. ¿Y cómo definiríamos ideológicamente a ese extremo centro? Para empezar, es una corriente política que se define a sí misma como el epítome de la moderación y el respeto de los valores democráticos. Por lo tanto, cualquier corriente ideológica que le sea ajena viene marcada ab initio por la sospecha. Eso incluye en especial a las ideas socialistas o partidarias de una mayor participación del estado en la economía, una tendencia que se ha tardado casi un siglo en erradicar desde el, para ellos, lamentable extravío keynesiano de los años 30-50 del pasado siglo. Esto en lo que se refiere a la gestión financiera del estado. En cuanto a la política exterior, el extremo centro es partidario de aventuras como el desmembramiento del autogestionario estado yugoslavo, el bombardeo de Serbia, el genocida bloqueo y posterior invasión de Irak –Madeleine Albright y sus famosos 500.000 niños muertos que eran necesarios para traer la democracia a ese país–, el derrocamiento de Gadafi en Libia, que supuso sumir al país africano con un mayor nivel de vida en un caos inextricable, el lento y constante genocidio en países como Haití o Yemen –ignorados por los medios hegemónicos– , la ocupación norteamericana de una tercera parte del territorio de Siria, la invasión de Afganistán y el actual genocidio en curso en Gaza. Capítulo aparte serían las empresas coloniales que todavía siguen en marcha en África y la misteriosa multiplicación al estilo de los panes y los peces del terrorismo islamista allí donde aparecen tropas occidentales, ya sean francesas o americanas. La cúspide de todas estas aventuras imperialistas disfrazadas de intervenciones o guerras “humanitarias” es la actual guerra de Ucrania, que amenaza con llevarnos a una Tercera Guerra Mundial.

    ¿Y cuáles son las reacciones del extremo centro si alguien se atreve a criticar estas políticas? La política informativa del Occidente global respecto a la pandemia reforzó algunas líneas que desde hacía ya décadas habían sido perceptibles en los engranajes del pensamiento único neoliberal. La supresión de cualquier parecer contrario o disidente y la instalación del pensamiento único apocalíptico ya estaba en marcha. Pero un ejemplo paradigmático de la persecución de cualquier disidencia fue, a mi modo de ver, el acoso y derribo sistemático por parte de los medios generalistas del líder del Partido Laborista británico Jeremy Corbyn. De la acusación de retrógrado izquierdista presentándole como una especie de nuevo Lenin hecha por The Economist, se pasó a la típica acusación de “antisemita” que con tanta alegría suelta el sistema contra cualquier crítico de la política genocida de Netanyahu y su gobierno. El mensaje real era otro; el Occidente colectivo neoliberal ya no tolera la socialdemocracia bajo ninguna de sus formas, y tampoco la crítica al estado de Israel, esa última gran empresa colonialista occidental. De ahí que tampoco fuera sorprendente que una de las primeras acciones del gobierno del pensamiento único neoliberal fuese la censura total de los medios rusos en cuanto Rusia intervino en el Donbass para evitar que terminara convirtiéndose en lo que hoy es Gaza y, sobre todo, para impedir el ingreso de Ucrania en la OTAN. Todo ello seguido menos de dos años después de la estigmatización y persecución de los estudiantes, profesores universitarios, intelectuales y periodistas que se hayan atrevido a criticar el colonialismo genocida israelí, especialmente en países como Estados Unidos, Reino Unido y Alemania. Todos estos hechos hacen presagiar un futuro en el que cualquier crítica al poder que vaya más allá de lo cosmético y meramente superficial será reprimida por completo, como ocurrió en la Europa de principios del siglo XIX tras el aplastamiento de la Revolución Francesa. La infame persecución contra Julian Assange no fue ningún cisne negro, sino un aviso a navegantes de cara a los tiempos venideros.

    Por otra parte, el extremo centro de nuestros días no tiene tampoco un gran reparo en unirse a la extrema derecha sin complejos cuando la situación lo requiere. El anuncio de Ursula Von der Leyen de que cualquier partido europeo de derecha radical sería bienvenido en las instituciones comunitarias siempre y cuando se adhiriese a la cruzada contra Rusia lo dejó muy claro.

    ¿Qué es lo que queda entonces de la supuesta sociedad abierta? ¿Por qué la única política económica posible bajo las directrices de la UE ha de ser el neoliberalismo y el lento desmontaje del llamado estado de bienestar? ¿Por qué es necesario supeditarse a todas las aventuras imperialistas del imperio anglosajón? ¿Por qué se ha convertido a la economía europea en una economía de servicios incapaz de afrontar una guerra o una pandemia? ¿Por qué se ha de proseguir una política de belicismo suicida frente a Rusia y China? La ventana de Overton de la sociedad abierta se ha transformado en un agujero más diminuto que el de la aguja por el que debían pasar los camellos de la Biblia.

Veletri

martes, 4 de junio de 2024

Cuestión de narices

El olfato guarda las puertas del tiempo, no hay sentido más alargado ni más misterioso. Un día te despiertas y al dejar pasar un aroma nuevo en tu estancia, recorres en una milésima de segundo el trayecto que te separa de tu infancia, aquel perfume de la noche cuando olían a jazmín no sé si las estrellas o tu misma niñez, o el olor de la leña crepitando en la estufa de la escuela. Cada aroma es un acto de la memoria que nos sitúa en la emoción sutil de cualquier instante vivido. Si pienso, recuerdo, si huelo vivo de nuevo.

    Igual que cuando hacemos un repaso a nuestra vida pensamos en imágenes o en sonidos y en emociones asociadas a ellas, también cada uno tenemos nuestra historia personal con los olores, aunque para nombrar una experiencia olfativa sea difícil disociarla de la percepción visual. El lenguaje es capaz de encontrar multitud de palabras para nombrar los colores y formas que perciben nuestros ojos o los sonidos que escuchan nuestros oídos, vivimos en una época donde priman la imagen y el sonido. Pero encontrar adjetivos para los distintos olores se nos hace difícil, la sociedad occidental ha marginado el sentido del olfato ya desde antiguo, por eso le falta vocabulario. Platón, Aristóteles y más cerca Kant, consideraban que el olfato y el gusto eran sentidos inferiores que nos acercaban a la animalidad, a la irracionalidad y a la oscuridad de los goces íntimos, tan mal vistos por los filósofos aliados de los poderes estatales. Porque el olfato es subversivo, por ser individual e incontrolable.

    De las teorías clásicas se concluía que el olfato no aporta conocimiento al no poder registrarlo ni acumularlo, de ahí el silenciamiento y el desprecio a este sentido que, sin embargo, en los primeros pasos del ser humano sirvió como un modo de supervivencia, al detectar con la nariz los peligros de los depredadores o la comida en mal estado o la cercanía del fuego. Añadiendo también que los recién nacidos buscan el alimento oliendo el cuerpo de la madre.

    Ha sido tanto el intento por relegar y demonizar el sentido del olfato, que se ha utilizado como discriminador a nivel religioso y social, las distinciones de clase se asocian a la fragancia de las buenas colonias entre los ricos y al olor a sudor de las clases trabajadoras o al mal olor de los viejos o de los afroamericanos. Tanto es así que solemos simplificar las categorías olfativas en “huele bien o huele mal”, atendiendo a una construcción cultural. Como curiosidad, los niños antes de los cinco años no tienen aversión a los olores, no hay olores feos ni malos para ellos.

Retrato de dama, 1864 (George Frederic Watts)

    Quería llegar a este concepto para incidir en el hecho de las aversiones al olor, determinadas por la imaginación y la cultura. Se cuenta el caso de una mujer que no soportaba el olor de una rosa, y en cierta ocasión se desmayó ante una rosa artificial. Nuestra percepción se altera por el poder malevolente que la imaginación atribuye a determinados olores y que está creada por cuestiones psicológicas y culturales. Cada sociedad ha dicho qué olores son buenos y cuáles malos. Hoy no podríamos compartir los retretes comunes de los griegos y romanos clásicos. Dudo que ellos fueran capaces de resistir dos minutos el aire de una gran ciudad actual.

    Si pensamos en el hedor de épocas antiguas desde nuestra sensibilidad higiénica actual, nos horrorizamos: el “agua va” desde las ventanas a los regatos de heces, las calles llenas de estiércol de los caballos, la falta de higiene personal por carencia de baños en las casas. Cada época ha tenido unos olores propios, y no estaría mal que algún investigador escribiese la historia desde el punto de vista de los olores. ¿A qué olían las casas de los egipcios o los mercados persas? ¿Qué emanaciones desprendían las calles de París en el tiempo de la Revolución Francesa o los puertos de los países asiáticos? Esa historia basada en los aromas, olores, prejuicios olfativos, conflictos por el comercio de sustancias aromáticas, nos ayudaría a comprender mejor los cambios y revoluciones políticas y culturales, cuya justificación fue muchas veces un estigma olfativo nacido del imaginario colectivo. Sería una bonita forma de conocer mejor la vida de los seres humanos en las etapas anteriores al proceso de desodorización.

    Desodorización, esa palabra que define nuestras sociedades modernas. Ese intento de eliminar cualquier olor natural, y que hemos convertido en el summum de los objetivos “fantasiosos” de nuestro mundo occidental. Digo fantasiosos porque es otra contradicción más de las muchas habidas en la modernidad. Mientras se utilizan toneladas de desinfectantes, desodorantes y ambientadores en cuerpos y casas, con el fin de matar los olores naturales, el aire de las ciudades huele a gases tóxicos, bastante peores y más dañinos para la salud que las emanaciones de la transpiración.

    Vivimos y pensamos de espaldas a las consecuencias de los gases que incrementan la acidez de los océanos alterando el olfato de los seres vivos marinos, perdiendo su capacidad para percibir a los depredadores o localizar a sus parejas. Lo mismo sucede con los insectos, que al subir la temperatura del aire, las moléculas olorosas de las flores se evaporan rápidamente y el insecto no encuentra el néctar de la flor perfumada, desapareciendo así la polinización.

    Estos procesos han hecho extinguir infinitos aromas, hoy ya desconocidos para siempre. La desodorización ha significado el debilitamiento de nuestras capacidades sensoriales para la olfacción. Esta pérdida de olfato está relacionada con la memoria, ya hemos dicho que los olores son llaves o máquinas del tiempo que nos transportan a épocas y experiencias pasadas. El Covid-19 jugó una mala pasada en este sentido, muchos perdieron momentáneamente el olfato. La sensación de un posible mundo distópico en el que los humanos pierdan la memoria a causa de una anosmia generalizada queda en el aire. Quizás entonces los dueños de la industria pondrán en marcha la pantalla olfatoria que transmita los olores a distancia. Todo se andará.

    Para terminar, propongo para debate un ejercicio de comunicación contándonos los principales olores que han escrito nuestra biografía personal. Indagar después en la selección de aromas buenos y malos que hicieron nuestros antepasados en las distintas épocas de la historia, sus causas y consecuencias sociales y culturales. Pensar en el futuro de la nariz que, hoy por hoy, tenemos inutilizada para detectar los peligros y la cercanía del enemigo. Será por eso que nos la dan con queso.

Eirene