martes, 4 de junio de 2024

Cuestión de narices

El olfato guarda las puertas del tiempo, no hay sentido más alargado ni más misterioso. Un día te despiertas y al dejar pasar un aroma nuevo en tu estancia, recorres en una milésima de segundo el trayecto que te separa de tu infancia, aquel perfume de la noche cuando olían a jazmín no sé si las estrellas o tu misma niñez, o el olor de la leña crepitando en la estufa de la escuela. Cada aroma es un acto de la memoria que nos sitúa en la emoción sutil de cualquier instante vivido. Si pienso, recuerdo, si huelo vivo de nuevo.

    Igual que cuando hacemos un repaso a nuestra vida pensamos en imágenes o en sonidos y en emociones asociadas a ellas, también cada uno tenemos nuestra historia personal con los olores, aunque para nombrar una experiencia olfativa sea difícil disociarla de la percepción visual. El lenguaje es capaz de encontrar multitud de palabras para nombrar los colores y formas que perciben nuestros ojos o los sonidos que escuchan nuestros oídos, vivimos en una época donde priman la imagen y el sonido. Pero encontrar adjetivos para los distintos olores se nos hace difícil, la sociedad occidental ha marginado el sentido del olfato ya desde antiguo, por eso le falta vocabulario. Platón, Aristóteles y más cerca Kant, consideraban que el olfato y el gusto eran sentidos inferiores que nos acercaban a la animalidad, a la irracionalidad y a la oscuridad de los goces íntimos, tan mal vistos por los filósofos aliados de los poderes estatales. Porque el olfato es subversivo, por ser individual e incontrolable.

    De las teorías clásicas se concluía que el olfato no aporta conocimiento al no poder registrarlo ni acumularlo, de ahí el silenciamiento y el desprecio a este sentido que, sin embargo, en los primeros pasos del ser humano sirvió como un modo de supervivencia, al detectar con la nariz los peligros de los depredadores o la comida en mal estado o la cercanía del fuego. Añadiendo también que los recién nacidos buscan el alimento oliendo el cuerpo de la madre.

    Ha sido tanto el intento por relegar y demonizar el sentido del olfato, que se ha utilizado como discriminador a nivel religioso y social, las distinciones de clase se asocian a la fragancia de las buenas colonias entre los ricos y al olor a sudor de las clases trabajadoras o al mal olor de los viejos o de los afroamericanos. Tanto es así que solemos simplificar las categorías olfativas en “huele bien o huele mal”, atendiendo a una construcción cultural. Como curiosidad, los niños antes de los cinco años no tienen aversión a los olores, no hay olores feos ni malos para ellos.

Retrato de dama, 1864 (George Frederic Watts)

    Quería llegar a este concepto para incidir en el hecho de las aversiones al olor, determinadas por la imaginación y la cultura. Se cuenta el caso de una mujer que no soportaba el olor de una rosa, y en cierta ocasión se desmayó ante una rosa artificial. Nuestra percepción se altera por el poder malevolente que la imaginación atribuye a determinados olores y que está creada por cuestiones psicológicas y culturales. Cada sociedad ha dicho qué olores son buenos y cuáles malos. Hoy no podríamos compartir los retretes comunes de los griegos y romanos clásicos. Dudo que ellos fueran capaces de resistir dos minutos el aire de una gran ciudad actual.

    Si pensamos en el hedor de épocas antiguas desde nuestra sensibilidad higiénica actual, nos horrorizamos: el “agua va” desde las ventanas a los regatos de heces, las calles llenas de estiércol de los caballos, la falta de higiene personal por carencia de baños en las casas. Cada época ha tenido unos olores propios, y no estaría mal que algún investigador escribiese la historia desde el punto de vista de los olores. ¿A qué olían las casas de los egipcios o los mercados persas? ¿Qué emanaciones desprendían las calles de París en el tiempo de la Revolución Francesa o los puertos de los países asiáticos? Esa historia basada en los aromas, olores, prejuicios olfativos, conflictos por el comercio de sustancias aromáticas, nos ayudaría a comprender mejor los cambios y revoluciones políticas y culturales, cuya justificación fue muchas veces un estigma olfativo nacido del imaginario colectivo. Sería una bonita forma de conocer mejor la vida de los seres humanos en las etapas anteriores al proceso de desodorización.

    Desodorización, esa palabra que define nuestras sociedades modernas. Ese intento de eliminar cualquier olor natural, y que hemos convertido en el summum de los objetivos “fantasiosos” de nuestro mundo occidental. Digo fantasiosos porque es otra contradicción más de las muchas habidas en la modernidad. Mientras se utilizan toneladas de desinfectantes, desodorantes y ambientadores en cuerpos y casas, con el fin de matar los olores naturales, el aire de las ciudades huele a gases tóxicos, bastante peores y más dañinos para la salud que las emanaciones de la transpiración.

    Vivimos y pensamos de espaldas a las consecuencias de los gases que incrementan la acidez de los océanos alterando el olfato de los seres vivos marinos, perdiendo su capacidad para percibir a los depredadores o localizar a sus parejas. Lo mismo sucede con los insectos, que al subir la temperatura del aire, las moléculas olorosas de las flores se evaporan rápidamente y el insecto no encuentra el néctar de la flor perfumada, desapareciendo así la polinización.

    Estos procesos han hecho extinguir infinitos aromas, hoy ya desconocidos para siempre. La desodorización ha significado el debilitamiento de nuestras capacidades sensoriales para la olfacción. Esta pérdida de olfato está relacionada con la memoria, ya hemos dicho que los olores son llaves o máquinas del tiempo que nos transportan a épocas y experiencias pasadas. El Covid-19 jugó una mala pasada en este sentido, muchos perdieron momentáneamente el olfato. La sensación de un posible mundo distópico en el que los humanos pierdan la memoria a causa de una anosmia generalizada queda en el aire. Quizás entonces los dueños de la industria pondrán en marcha la pantalla olfatoria que transmita los olores a distancia. Todo se andará.

    Para terminar, propongo para debate un ejercicio de comunicación contándonos los principales olores que han escrito nuestra biografía personal. Indagar después en la selección de aromas buenos y malos que hicieron nuestros antepasados en las distintas épocas de la historia, sus causas y consecuencias sociales y culturales. Pensar en el futuro de la nariz que, hoy por hoy, tenemos inutilizada para detectar los peligros y la cercanía del enemigo. Será por eso que nos la dan con queso.

Eirene

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