¿Existe algo así como unas pautas de conducta válidas y generalmente reconocidas para la civilización occidental? Desde luego, para la población de la gran mayoría de las naciones occidentales el cristianismo ya ha dejado de cumplir ese papel. Cierto que todavía existen algunos países o regiones al parecer irreductibles a la manera de pensar laica, tales como el Bible Belt norteamericano, Polonia o la cada vez menos católica Irlanda. Pero la tendencia general marcha hacia unas sociedades cada vez más hedonistas e incluso narcisistas que son consumistas en la medida de lo que pueden. Para las nuevas generaciones, en su mayoría, Instagram o Tik Tok son mucho más relevantes que cualquier religión, si bien es cierto que no existe ninguna incompatibilidad entre la fe y las redes sociales y de hecho muchos creyentes las usan. Ciertamente grupos ultramontanos de extrema derecha han adquirido una enorme habilidad en convertirlas en un arma masiva de transmisión de sus ideas. Pero para una gran mayoría, dichas redes sociales son una herramienta para dar a conocer una vida social que en realidad interesa a muy pocas personas, una estrategia publicitaria y a menudo un escaparate donde lucir las propias habilidades e incluso el propio físico.
Por otra parte, el hecho de que muchos problemas sociales queden soterrados por el glamour de andar por casa de Instagram no significa que hayan quedado resueltos. Si bien los europeos que protestan de una manera efectiva por el genocidio de Palestina son una minoría al tratarse de un problema que “no nos afecta”, la degradación de los derechos laborales, la vivienda, la sanidad, la educación y tantas otras cosas en el mismo Occidente deberían causar un clima generalizado de protesta y rebelión que en raras ocasiones se manifiesta. Desde luego, si esa protesta se produce algún día no será a través de los partidos políticos establecidos, todos ellos cooptados en mayor o menor medida por la teoría y la mística liberal, desde la barbarie fascista de un Javier Milei en Argentina al tibio socioliberalismo de los partidos europeos supuestamente progresistas, convertidos en meras réplicas del neoliberal y elitista Partido Demócrata USA. Dichos partidos han aceptado de manera expresa o implícita la idea de que es el mercado el que debe regir casi todos los aspectos de la existencia humana, y por lo tanto se diferencian cada vez menos de los partidos clásicos de derechas. Recordemos que el mismo Emmanuel Macron, el presidente que más ha hecho por imponer el neoliberalismo en Francia, empezó su carrera en el PSF, lo mismo que el inefable Manuel Valls, quien quería en efecto cambiar el nombre de socialista por el de “demócrata”, una idea que fue realizada por completo en Italia, donde un partido lejanamente derivado del PCI se autodenomina “Partido Democrático”.
¿Pero dónde quedan todos estos partidos supuestamente “de izquierdas” después de haber perdido casi todas sus señas de identidad? ¿Qué les queda como argumentario o soportes ideológicos? ¿Qué hacer para que no se les aplique la misma broma que mejor define el circo de la política estadounidense, o sea, unas elecciones entre la Coca-Cola y la Pepsi Cola? Tras haber abominado no sólo de Karl Marx, sino de cualquier proyecto remotamente revolucionario, hacía falta crear una ideología de reemplazo. Algo que disimulara la carencia de vigor y de auténtica pluralidad de las llamadas democracias occidentales. Y puesto que se daba por supuesto que alrededor del 60/70% de la población occidental vivía en una cierta prosperidad que la convertía en una especie de pequeña burguesía filistea global que toleraba además el constante enriquecimiento del famoso “one percent of the one percent”, del que hablaba “Occupy Wall Street”, había que buscar la reivindicación de causas en realidad lo más apolíticas posibles a las que se dio apariencia de problemas endémicos y/o casi irresolubles.
El primero de esos problemas fue probablemente el feminismo. Había que reivindicar la posición de la mujer en la sociedad y liberarla por completo de la servidumbre doméstica. Pero aquí surge la primera cuestión que la ideología woke tiene una gran habilidad en confundir. ¿La lucha contra el patriarcado debe abordarse desde una perspectiva exclusivamente de género y a ser posible andrófoba o debe incluirse la lucha de clases en la ecuación? ¿Hasta qué punto debe ser feminista una sociedad? ¿Basta con que el 40% por ciento de sus cargos dirigentes estén ocupados por mujeres? ¿El 50%? ¿El 70%? ¿Puede ser considerada “feminista” una sociedad en la que una exigua minoría de mujeres ocupen puestos de altísima responsabilidad pero aplicando los mismos criterios racistas, supremacistas y clasistas que sus predecesores masculinos mientras que el 90% de las mujeres –y los hombres– viven en una creciente precariedad que cada día degrada más la calidad de sus proyectos de vida? ¿Una mujer madre soltera que necesita trabajar en dos o tres empleos distintos para poder alquilar una simple habitación , como explica la feminista norteamericana Barbara Ehrenreich en su libro “Nickel and Dimed”, puede considerarse como emancipada o más bien está sufriendo un tipo distinto de servidumbre al de la mujer española con la pata quebrada y en casa o como aquellas mujeres que consumían sus vidas en las fábricas del siglo XIX con una esperanza de vida de unos treinta y pico años? Existe una enorme diferencia entre el feminismo corporativo, que es el que inculca de diversas maneras la ideología woke, y el feminismo que se entiende a sí mismo no sólo como una lucha contra los prejuicios y las discriminaciones machistas sino también como una lucha contra los mecanismos de explotación propios del capitalismo. El feminismo que cree que todos los problemas sociales derivan de los cromosomas, y el que entiende, como dice el filósofo italiano Maurizio Lazzarato, que el capital odia a todo el mundo.
Otra faceta quizá todavía más siniestra del feminismo woke o corporativo es la incitación continua a que las mujeres, así como los homosexuales o las mujeres trans, participen de manera mucho más activa en la guerra, a ser posible alistándose en el ejército de manera masiva, para alcanzar así “una plena igualdad de derechos con el hombre”. Dicho de otro modo; debe ser posible inculcar a las mujeres el mismo odio, el mismo fanatismo chauvinista o colonial, el mismo desprecio a la vida de los demás e incluso a la propia que ha caracterizado durante siglos a los soldados de los países occidentales. Se ha hablado mucho -y con razón- de la necesidad de compensar económicamente a las mujeres por su trabajo doméstico, pero ¿qué salario habría sido lo suficientemente alto para compensar a los cientos de miles de soldados que se masacraron mutuamente durante la Primera Guerra Mundial? Pienso en los famosos “poilus” franceses y sus congéneres de los demás países de las diversas potencias coloniales europeas en guerra. Las mismas potencias (neo)coloniales que en la actualidad están bendiciendo al gobierno filonazi de Ucrania, a los genocidas sionistas de Israel o a los “yihadistas moderados” que han tomado el poder en Siria con el apoyo pleno de Occidente. Y partiendo de esos supuestos, ¿qué salario cabría pagarles a las mujeres que imitaran a los hombres del pasado -y riguroso presente- y perdieran sus vidas en el frente de batalla?
La ecología ha sido y es otra de las causas preferidas de la ideología woke. Esa ecología que se basa en la construcción casi infinita de pantallas solares, turbinas eólicas y otras instalaciones con un enorme coste ambiental en tierras raras y consumo energético real (ver el documental “Planet of the Humans“), y cuyo máximo exponente es esa Alemania “grüne” que se ve obligada a importar energía de las centrales nucleares francesas. Ese ecologismo que siente un enorme pánico al calentamiento global pero al que le trae prácticamente al pairo una guerra nuclear contra el nuevo eje del mal Rusia-China-Irán (con la posible inclusión de la India en un futuro más o menos lejano). Son partidos cuya retórica belicista no tiene nada que envidiar a la de los políticos europeos de las primeras décadas del siglo XX. Más bien al contrario; si en esa época se hablaba de la Primera Guerra Mundial como de “la guerra para terminar con todas las guerras”, en las primeras fases de esta Tercera Guerra Mundial que estamos viviendo se nos dice sin el menor rebozo que el pacifismo es una idea obsoleta (Margarita Robles dixit).
Pero quizá la joya de la corona de la ideología woke sea la defensa de los derechos gay y de las personas trans. Ante la pérdida de sentido, credibilidad y contenido de la religión tradicional en Occidente, el tabú contra la homosexualidad en todas sus variantes parece haber perdido todo su sentido. Como muy bien explicó hace ya cuarenta años el antropólogo Marvin Harris, la fobia a lo gay ya no tiene lugar en sociedades en las que ya ni siquiera es necesario reemplazar a la población existente puesto que la robotización creciente de los procesos de producción hace que la mano de obra humana sea cada vez más redundante, contando por lo demás con la incorporación masiva de las mujeres al mundo laboral. La familia nuclear ha dejado de ser indispensable para el Occidente colectivo. Por otra parte, las grandes masas de inmigrantes que llegan a Estados Unidos y Europa pueden ser la perfecta carne de cañón para las guerras que planea ese mismo Occidente. De hecho, la ideología woke, especialmente cuando desde el centro vital yanqui gobierna el Partido Demócrata –en el Reino Unido laboristas y conservadores comparten el wokismo casi por igual-, se ha convertido en un claro sustitutivo de la religión cristiana. Si antes se trataba de evangelizar al mundo, ahora se trata de venderle o, si es necesario, imponerle– las bondades de la ideología “inclusiva y de la diversidad”. La pesada carga del hombre blanco para civilizar al mundo –the white man’s burden, que decía Rudyard Kipling– sigue reposando sobre los hombros de Occidente, sólo que ahora la cruz se ha transformado en una bandera lila. El yuppie gay californiano de éxito se ha convertido en una figura a imitar, como si no existieran miles de gays y lesbianas pobres y quizá sin hogar, cuya falta de atractivo físico ni siquiera les hace deseables para las personas de su misma orientación sexual. Pero aquí ha surgido un problema. Si bien durante la época de la guerra fría las clases dirigentes del mundo entero sentían auténtico terror a que la ideología soviética o socialista, por muy estatizada o adulterada que estuviera, se extendiera a sus propios países, esas mismas clases dirigentes musulmanas, hindúes, chinas, asiáticas, latinoamericanas, etc., y por lo tanto veían con buenos ojos el liberalismo occidental, ahora ven con auténtica perplejidad y desaprobación los progresos en Occidente del wokismo, en especial en lo referente a su obsesión con la diversidad sexual. Un wokismo que choca no sólo contra todas sus tradiciones culturales y religiosas, sino que tiene muy poco que ver con los temas realmente candentes en esos países.
Pero ahí reside la misma esencia de la ideología y de la razón woke. De la misma forma que las grandes compañías norteamericanas financian al más bien insípido y muy limitado ideológicamente Black Lives Matter, mientras que hicieron todo lo que estuvo en su mano para aniquilar a los Panteras Negras y otros movimientos del black power durante los años 60, el sistema está encantado con una ideología que cosifica la sexualidad como si fuera uno de los poquísimos derechos legítimos del individuo, mientras que a todo lo demás –sanidad, educación universitaria, vivienda, derechos laborales, pensiones de jubilación ,etc– se le hace depender casi por completo del divino mercado. Si las religiones anteriores buscaban controlar el comportamiento humano a través de la represión de la sexualidad, el wokismo la ofrece como una especie de razón de ser y de premio de consolación ante la perdida gradual pero progresiva e implacable de los demás derechos bajo el camino de servidumbre trazado a mediados de siglo pasado por economistas como Milton Friedman o Friedrich Hayek y emprendido con entusiasmo por las cúpulas dirigentes del mundo occidental a principios de los “gloriosos” años 80.
Veletri