sábado, 19 de abril de 2025

ANDY Y COMPAÑÍA

¿Qué hay más inocente que el cómic? El cómic sirve para compartir algunas risas, entretener al público infantil o a los adultos, y para no tomarse la vida tan a la tremenda que total son tres días y dos de ellos llueve. O al menos, esa ha sido la idea que se ha mantenido en el subconsciente colectivo de millones de personas. El concepto de que no había que tomarse en serio lo que apareciera en los tebeos.

Todos sabemos que eso no es así. De hecho, los comics de humor digamos blanco, del estilo de Charlie Brown y Snoopy, Garfield, etc., son casi una minoría. Una de las maneras de politizar el cómic, casi como cualquier medio de expresión en esta vida, es justamente esforzarse en no transmitir mensaje político alguno. Y si es verdad que existen auténticos genios del humor blanco, que no tiene por qué ser menos talentoso que el humor crítico o satírico, el color político de los diversos autores sale casi siempre a relucir. Son inconfundibles las reflexiones críticas de Mafalda sobre el mundo contemporáneo, no es nada difícil ver el trasfondo político de muchos comics de la Marvel, y la lista podría seguir casi hasta el infinito. En una entrada anterior, mencioné el famosísimo álbum “Tintín en el país de los soviets”, un auténtico espejo de la propaganda política antisoviética de la época.

¿Pero qué ocurre cuando en un cómic el personaje protagonista se burla de sí mismo? Probablemente eso sea lo más sano del mundo. Indica una amplitud de miras y una gran capacidad de autocrítica.

O tal vez no.

Muchos de los comics del franquismo, particularmente los de la editorial Bruguera, reflejaban a personajes tremendamente mediocres –los antihéroes de Ibañez, por ejemplo–, pero esa misma mediocridad podía detectarse en muchos personajes de otros dibujantes de la casa, como por ejemplo Manuel Vázquez, José Escobar, Peñarroya, etc. Los que pasamos la infancia leyendo esos comics lo recordamos muy bien. Es muy probable que esa sensación de fracaso que exhibían los personajes fuera un muestrario del sentimiento de frustración de los derrotados en la guerra civil española. Una confirmación de la pérdida de autoestima de la sociedad en su conjunto, si bien es cierto que los personajes ridículos y mediocres siempre han sido una inspiración para los cómicos de todas las épocas.

Pero también puede suceder que esa ironía o supuesta autoironía se dirija a una clase social entera. A través de un personaje, pueden perpetuarse los clichés estigmatizantes que de hecho afectan a capas enteras de la población. Y si eso se hace de una manera simpática y con cierto talento, esa estigmatización es todavía más efectiva.

Personalmente no se me ocurre mejor ejemplo de lo que estoy diciendo que la serie británica, Andy Capp, publicada desde 1957 en el diario Daily Mirror, leído normalmente por los votantes laboristas, o al menos eso se supone, y obra del dibujante y guionista Reg Smythe. Andy es un haragán a tiempo completo que pasa su vida cobrando un seguro de desempleo no demasiado justificado, jugando a los dardos, al billar o a las cartas, emborrachándose, y dándole sablazos a su esposa Florence, llamada así en honor a Florence Nightingale, flirteando por lo general sin éxito con otras mujeres, etc. Para quien sea un lector más o menos regular de la serie, no consta que Andy haya tenido un trabajo más o menos útil en toda su vida, o quizá sí, porque de lo contrario seguramente no estaría cobrando un seguro de desempleo. Pero si alguna vez trabajó, fue sin duda en una época muy remota perdida quizás en la noche de los tiempos. Las características del personaje, a menudo reflejadas en gags realmente tronchantes, se graban de manera indeleble en el lector.

La entrada de la Wikipedia dedicada al personaje tiene esto que decir al respecto:
“Al principio, la tira de Andy Capp fue acusada de perpetuar estereotipos sobre los norteños británicos, quienes en otras partes de Inglaterra son vistos como desempleados crónicos, dividiendo su tiempo entre el sofá de la sala y el bar del barrio, con algunas horas reservadas para peleas a puñetazos en los partidos de fútbol… Pero Smythe, originario de esa región, sentía un gran afecto por su inútil protagonista, lo cual se reflejaba en su obra. Desde el principio, Andy ha sido inmensamente popular entre la gente a la que supuestamente critica”.

Esta explicación puede sonar de lo más convincente, pero pienso que hay que verla en su contexto. Como muy bien explica el escritor británico Owen Jones en su libro “Chavs”, la demonización y estigmatización de la clase trabajadora ha sido una constante de la sociedad inglesa, incluso antes de la época victoriana. Y en el caso de Andy, ¿se puede realmente sentir afecto por un individuo borrachín que actúa como un auténtico parásito social y se dedica a esquilmar a su mujer y a sus amistades cada vez que puede? Lo cierto es que el perfil de Andy, en efecto, cuadra a la perfección con ese estereotipo clasista que en diversas épocas de la historia de Inglaterra ha servido para señalar con el dedo a las prostitutas, los desfavorecidos y las clases trabajadoras en general. Es cuando menos curioso, por no decir sintomático, que un periódico tabloide supuestamente tan cercano a las clases populares de su país haya lanzado a este personaje y más con un éxito tan notable.

Por supuesto, siempre se puede argumentar que las críticas a la tira del bueno de Andy muestran una cierta ausencia del sentido del humor. ¿Acaso se trataría de dedicarse a una empalagosa y probablemente falsaria mitificación de la clase trabajadora? Por supuesto que no. Pero no deja de llamar la atención que la sociedad británica sea capaz de producir un cómic así, tan acorde con los prejuicios y los intereses de las clases dirigentes inglesas –¿británicas?–, y tan distinto del talante crítico y reflexivo de la ya citada Mafalda, o incluso de series de comics norteamericanas como “The Wizard of Oz”, o “Dilbert”, que satirizan ya sea al poder en general, en el caso de la primera, o a la cultura empresarial yuppie en el caso de la segunda. Ya no hablemos de los comics que aparecen o aparecieron en la revista satírica española “El Jueves”, con sus críticas al estamento militar –“Historias de la puta mili”–, hacia el fascismo –"Martínez el facha”–, etc. En la desaparecida revista francesa Pilote, pudieron leerse durante algunos años las desventuras del “Sergent Laterreur”, una especie de Sargento Arensivia con un dibujo especialmente surrealista y descarnado difícil de olvidar para quienes lo vimos y disfrutamos. En Gran Bretaña, sin embargo, el aguijón de la sátira parece reservado justamente hacia aquellos que disponen de menos herramientas para defenderse de la misma. No sólo los famosos “royals” parecen inmunes a la crítica, sino también todos los estamentos de las clases dirigentes del país. ¿Simple casualidad o revelación de un subconsciente nacional muy profundo?

Veletri