¿Ha sido Rusia siempre la bestia negra de Europa? ¿Ese país tiránico al que había que contener por todos los medios para evitar que sus garras aferraran todo el continente? Las actitudes occidentales respecto a Rusia se han ido modificando a lo largo de las épocas, y a menudo esa tiranía rusa fue vista con buenos ojos en muchas cancillerías europeas.
Voltaire, como es sabido, fue un gran admirador de Catalina II la grande, y hablaba maravillas del naciente imperio ruso, si bien nunca llegó a encontrarse personalmente con la zarina, como sí hizo Diderot. Cierto que Diderot criticó el absolutismo del régimen ruso así como el absolutismo en general, como se apresuran a aclarar sus hagiógrafos, pero ¿qué país europeo no era absolutista en mayor o menor medida en el siglo XVIII? Al llegar la Revolución Francesa y posteriormente las guerras napoleónicas, Rusia fue considerada como un baluarte de la estabilidad europea, y un gran aliado en la lucha contra las ideas democráticas y republicanas. El régimen ruso no escandalizaba en absoluto a dirigentes como Metternich, principal artífice de un sistema de alianzas entre Austria, Prusia, Rusia e Inglaterra para combatir cualquier resurgimiento de una Francia revolucionaria e insurrecta y también para reprimir cualquier movimiento revolucionario que pudiera producirse en Europa. La Santa Alianza entre Austria, Rusia y Prusia, y la posterior Cuádruple Alianza, que incluía a Inglaterra, una especie de OTAN embrionaria del siglo XIX, fueron la cristalización de ese plan diseñado para impedir el secularismo, el liberalismo y los movimientos revolucionarios en Europa.
En las novelas del eurocéntrico Julio Verne se percibe también esa plena aceptación de Rusia y su régimen político. Miguel Strogoff es una novela en la que el correo del Zar desempeña una misión heroica para evitar una invasión de Siberia por parte de los tártaros propiciada por el traidor a la corona Iván Ogareff. Actualmente, y en realidad desde el inicio de la Guerra Fría, sería muy fácil imaginar a los poderes occidentales propiciando una invasión de Siberia por parte de quien fuera. “Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África Austral” sigue la misma tónica eurocéntrica mostrando la colaboración de las expediciones de dos gobiernos europeos distintos en la paulatina conquista del África.
Se puede decir que la misma tónica de buen entendimiento de las potencias europeas hacia Rusia persistió durante todo el siglo XIX. Podía haber guerras entre ellas, pero siempre se producían por causas que no tenían nada que ver con las características del régimen absolutista de los zares. Casi todas las potencias europeas estuvieron en guerra entre sí por algún motivo durante el siglo XIX, pero eran guerras que se libraban únicamente con fines territoriales y sin ninguna pretensión de grandes diferencias ideológicas entre los contendientes. Pero en eso llegó la guerra de Crimea (1853-1856). Una guerra brutal y despiadada, entre un ejército ruso mal organizado y compuesto en gran medida por siervos muy pobremente entrenados, y los ejércitos inglés, francés y otomano. Aunque Inglaterra finalmente logró una victoria más bien pírrica tras una guerra profundamente impopular entre la misma población inglesa, el gobierno de Londres comprendió que la Rusia zarista constituía una seria amenaza a sus propios planes de expansión mundial, especialmente en Asia Central y el Cáucaso, Afganistán, Persia, etc. Con el inicio del llamado por los propios ingleses “Great Game”, se sembraron las primeras simientes de la rusofobia. Los ojos ingleses empezaron a ver con desconfianza al gigante ruso, hasta entonces garantía de estabilidad política y auténtico bastión contrarrevolucionario a escala continental. De la noche a la mañana, los súbditos de su soberana majestad británica empezaron a ver los defectos del “sistema absolutista ruso”, y hasta la Primera Guerra Mundial, en la que la Rusia zarista y el Imperio Británico volvieron a ser aliados después de muchas décadas, no dejaron de poner piedras en el camino de Moscú, llegando incluso a apoyar al Japón durante su guerra victoriosa contra Rusia en 1905.
En medio de todo este contexto, el gran novelista británico de origen polaco Joseph Conrad publicó en 1911 una sombría novela titulada “Under Western Eyes” (Bajo la mirada de Occidente). En dicha novela se narra la historia de Kyrilo Razumov, un estudiante ruso que delata a un joven revolucionario que ha matado en un atentado a un ministro zarista, como consecuencia de lo cual el revolucionario es ejecutado a su vez por las autoridades rusas. Razumov recibe entonces el encargo de viajar a Ginebra para infiltrarse entre la colonia de revolucionarios rusos en el exilio instalada allí, pero entonces se enamora de Natalia Haldin, la hermana del joven a quien traicionó. Incapaz de superar sus remordimientos, Razumov termina por confesar su traición ante Natalia, obteniendo el rechazo y desprecio que eran de esperar por parte de toda la comunidad de exiliados.
En esta novela Conrad expresó todo su resentimiento de polaco exiliado y nacionalizado británico hacia la Rusia imperial zarista. La novela vuelve una y otra vez de manera casi obsesiva sobre la incomprensibilidad del carácter y la naturaleza rusos, de su manera de entender la vida totalmente opuesta a la occidental y es una diatriba no sólo contra Rusia, sino también contra cualquier idea revolucionaria, desechadas por utópicas y casi contrarias a la naturaleza humana.
La novela pasó bastante inadvertida cuando fue publicada, pero conoció un cierto revival después de la Revolución Rusa del 1917. Al parecer, Conrad había acertado de lleno en su diagnóstico. Rusia era un país salvaje e imprevisible, y el muy tolerado despotismo imperial ruso, que tanto había sido apreciado por las corrientes ideológicas europeas más reaccionarias durante el siglo XIX, había sido sustituido por una dictadura del proletariado que puso los pelos de punta a toda la Europa burguesa.
De manera casi paralela a la novela de Conrad, apareció la llamada “Heartland Theory” del geógrafo inglés Halford Mackinder, que sostenía que cualquiera que controlase la “Heartland” que comprende el Asia central poseída por Rusia podría controlar el mundo entero, debido no sólo a su posición geográfica sino a las riquezas naturales acumuladas en esa zona. Si ya desde la guerra de Crimea Rusia había sido un gran estorbo para los proyectos expansionistas británicos y occidentales en el Asia, ahora Rusia –o, mejor dicho, la Unión Soviética– pasaba a ser la presa más apetecible del planeta. Una posible y muy ambicionable colonia relativamente despoblada en relación a su gigantesco tamaño cuyos beneficios de explotación podían sobrepasar con mucho los que había dado la India.
Dicha idea no cayó en saco roto para los ideólogos del Tercer Reich. Como explica Ian Kershaw en su biografía de Hitler, el Führer planeaba el destierro o exterminio de gran parte de la población soviética para transformar precisamente el inmenso territorio de la URSS en una inmensa colonia de beneficios casi incalculables, comparable a lo que había sido la India para los británicos. El famoso Lebensraum de Hitler. Uno de los patrocinadores de esta idea, y también teórico del Tercer Reich, había sido el geógrafo Karl Haushöfer quien, aunque fue juzgado por el tribunal de Nuremberg, resultó absuelto por el mismo para acabar muriendo poco después en circunstancias misteriosas, oficialmente por un suicidio.
Durante todas estas décadas, la propaganda antisoviética proliferó de manera casi exponencial por todo Occidente. Uno de sus ejemplos más delirantes quizá sea el famoso álbum de Tintín –el primero de toda la serie– “Tintin chez les soviets”. En el mismo se ven cosas tan chuscas como una fábrica “Potemkin”, es decir, una aparente fábrica construida por orden del gobierno soviético, pero dentro de la cual no se produce absolutamente nada más que unos ruidos destinados a crear la ilusión de que en realidad allí se está fabricando algo. Dicho álbum fue puesto fuera de circulación durante décadas por el mismo Hergé, probablemente debido a su maniqueísmo político, y tal vez también por su dibujo todavía bastante primario, pero volvió a emerger a finales de la década de los 70. Y por supuesto, son incontables los filmes, telefilmes, novelas, libros, etcétera, que durante todas las décadas de la Guerra Fría insistieron no sólo en la perversidad del régimen soviético sino en una idea más dañina: la satanización de todo lo ruso, y prácticamente de todo aquello que pudiera dar un perfil humano al carácter y la manera de ser rusos.
A los ojos de Occidente, sólo un personaje como Boris Yeltsin podía devolver a los rusos su dimensión humana. Un personaje borrachín y dicharachero, presunta víctima del KGB, amante de pellizcarles el culo a sus secretarias o colaboradoras, y, sobre todo, un buen amigo de Occidente y las multinacionales y emporios financieros occidentales como Goldmann Sachs, Rothschild, las empresas relacionadas con George Soros, etc. Un líder ruso que sólo empleara la violencia contra aquellos rusos “reaccionarios” –en la jerga de los medios occidentales los “reaccionarios” eran aquellos rusos quizá nostálgicos del régimen soviético o que simplemente se oponían al regreso a Rusia del capitalismo más salvaje y ultraliberal– que pudieran suponer un obstáculo para las “reformas económicas”.
Pero aquí vino la gran desilusión para la población rusa objeto y supuesta beneficiaria del experimento. Si bien era cierto que Rusia tenía un lugar en el gran banquete occidental, no era en calidad de comensales, como habían prometido Yeltsin y sus adláteres, sino en calidad de manjar, algo que los rusos de a pie pudieron comprobar sobre sus propias carnes durante los mágicos años 90 del siglo pasado. Y es aquí donde radica el éxito de Putin ante la gran mayoría de la opinión pública rusa; el hecho de haber tomado las medidas indispensables para salir de ese estado de sumisión sin esperanza. Un éxito que los ojos occidentales siguen sin entender.
Veletri
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