La literatura de ciencia ficción se ha atascado. Desde hace ya más de un siglo, no hace más que profecías que nunca llegan a cumplirse. De la lucidez y el acierto en las previsiones de un Julio Verne se ha pasado a un batiburrillo de máquinas de viajes por el tiempo, transportes telemáticos de la materia y viajes siderales que nunca llegan a concretarse. La invasión de marcianos pronosticada por H. G. Wells se ha quedado en invasión de turistas en algunas latitudes, y las únicas guerras, cada vez más mortíferas, las han desencadenado los mismos terrícolas. Algún guasón podría decir que estamos gobernados por extraterrestres empeñados en llevar al planeta a su autodestrucción tras algún apocalipsis nuclear. Pero en realidad, lo único que ocurre es que el simio humanoide que en la película” 2001: una odisea en el espacio” esgrimía un hueso como arma suprema dispone ahora de una variada gama de misiles, muchos de ellos misiles nucleares hipersónicos.
Incluso las escasas exploraciones espaciales que se emprenden no buscan llegar a regiones desconocidas del cosmos, sino sondear las posibilidades de explotar los posibles yacimientos minerales de otros planetas como Marte a fin de cubrir las eventuales necesidades terrestres. Por decirlo de alguna manera, en lugar de conquistar dimensiones siderales que se saben inalcanzables, se busca intensificar el control sobre todo lo que sucede dentro de la Tierra. Son las telecomunicaciones lo que ha progresado de una manera imparable desde los esperanzados años 60 y no la navegación espacial. Hasta tal punto que el famoso y tan celebrado amerizaje en la Luna, visto con los ojos actuales, parece casi una excentricidad más que un hito histórico en un momento en el que la única cuestión verdaderamente importante es saber si la Tercera Guerra Mundial que de alguna manera ya ha empezado se limitará a varias guerras locales en puntos estratégicos del planeta –Ucrania, Palestina, el Ártico, algunos países africanos, etc.–, como sucedió en tiempos de la Guerra Fría, o si se llegará a un conflicto global total.
En el mismo sentido, las supuestas guerras de las galaxias se han convertido en la realidad en guerras digitales en las que cada uno de los bandos ideológicos busca influir en la conciencia colectiva de miles de millones de personas. Uno de los fenómenos más cómicos al respecto es el constante alegato de indefensión del Occidente colectivo respecto a la propaganda rusa, como si los medios occidentales y sus respectivos bots y ciberpropagandistas no difundieran más que la verdad y además estuviesen en una constante inferioridad de recursos.
Pese a todo esto, las aventuras sobre los guerreros espaciales no tienen la menor apariencia de entrar en un declive. Tanto la saga de “Star Wars” como la de "Star Trek" gozan de millones de seguidores en todo el mundo, y da igual si fenómenos como la teletransportación o los viajes a una velocidad superior a la de la luz resultan difícilmente creíbles. El imaginario mágico medieval ha sido sustituido por un imaginario no menos ilusorio pero bajo una apariencia cientifista muy a tono con el espíritu de los tres últimos siglos. Esto se une al innato deseo humano de encontrar vida inteligente en otros planetas, aunque sólo sea como una demostración de que la vida humana en el planeta Tierra no es una especie de broma cósmica, sino que la conciencia antropomórfica tiene un lugar predestinado en el Universo.
Lo mismo sucede con la proliferación de la creencia en el fenómeno ovni. Los supuestos avistamientos han venido produciéndose con asombrosa frecuencia desde los años 50 del pasado siglo, y con una especial insistencia en los años 60. Pero el paso de los años sin una demostración definitiva de la presencia extraterrestre en nuestro planeta todavía no ha desanimado del todo a los creyentes. Y no falta la noticia que surge de vez en cuando, anunciando que la NASA ha reconocido en un informe interno o externo la existencia de naves extraterrestres, o algún otro fenómeno que sólo sería explicable por una intervención alienígena.
Sin embargo, la aparición en el muy simbólico año 2000 (ese año en el que se suponía que todos los ordenadores del mundo iban a colapsarse) del libro “Rare Earth”, de los científicos norteamericanos Peter Ward y David Brownlee, en el que explicaban con todo detalle la dificultad de que en un planeta puedan surgir formas de vida tan complejas como las de la Tierra, vino a enfriar todavía más unas expectativas que ya se habían alejado de su punto más candente. Estos dos autores consiguieron explicar hasta qué punto la Tierra gozaba de unas características excepcionales que no sólo le proporcionaban una temperatura y una atmósfera compatibles con la vida orgánica multicelular –algo nada fácil de encontrar en la inmensa mayoría de los sistemas solares–, sino el papel protector de un planeta como Júpiter, el auténtico garante de la vida sobre la Tierra al absorber los impactos de un importantísimo número de los asteroides y meteoritos que circulan por el Sistema Solar. Es este paraguas protector el que nos ha librado de sufrir con una frecuencia que sería incompatible con la vida tal y como la conocemos bombardeos cósmicos similares al que acabó con la vida de los grandes saurios supuestamente hace 65 millones de años.
Otra cuestión perpetua ha sido la naturaleza de esos extraterrestres. Mientras que a Stephen Hawking, siguiendo la tradición de H. G. Wells, le aterrorizaba la mera idea de su llegada, pensando que el único propósito de esos visitantes galácticos no podía ser otro que el exterminio y el genocidio, al estilo de las potencias coloniales occidentales, podemos encontrar también la excepcional “Ultimátum a la Tierra” (The Day the Earth Stood Still, de Robert Wise, 1951), película en la que los extraterrestres cumplían la función benefactora de advertir a los terrícolas de la peligrosidad de sus armas nucleares y del riesgo de que los demás planetas decidieran destruir la civilización terrícola si se convertían en un peligro para el resto de la galaxia. El film iba a contracorriente de la tendencia imperante en las películas de serie B de la época, en las cuales el extraterrestre agresor simbolizaba de manera casi infalible al posible agresor soviético con la intención de destruir el American way of life (por cierto, que esta paranoia, sólo que bajo la forma de fenómenos paranormales varios, ha sido resucitada en la serie de Netflix “Stranger Things”).
Sin embargo, las películas sobre temas futuristas más recientes parecen alejarse de cualquier expectativa de encuentro con civilizaciones mucho más avanzadas que la nuestra y ya no digamos de una expansión de la aventura humana a los más lejanos confines del Universo. Elysium (2013) presenta un mundo en el año 2154 sumido en una distopía absoluta y dividido en una interminable sucesión de favelas mientras que la élite capitalista vive en una estación espacial llamada Elysium situada a decenas de miles de kilómetros de un planeta Tierra abandonado a su suerte. En suma, la tecnología espacial puesta al servicio de la clase dirigente, algo que ya se intuye en la privatización de los programas de la misma NASA y en los vuelos organizados por Elon Musk o Richard Branson.
Pero hay otra película más rotunda en lo referente a su sentido metafísico. En la desesperanzadora Ad Astra, cuya trama está tomada casi directamente del Apocalypse Now de Francis Ford Coppola –o sea, de la novela breve de Joseph Conrad “Heart of Darkness” (En el corazón de las tinieblas)–, el protagonista va en busca de una nave extraviada cerca de Neptuno cuya tripulación había sido encabezada por su propio padre en el cumplimiento del llamado Proyecto Lima dieciséis años atrás, una misión que debía rastrear la presencia de vida inteligente en el Universo. El mayor Mc Bride se ve obligado a matar a ese padre reencontrado quien a su vez había sido responsable de la muerte de los miembros de la tripulación. La conclusión final de la película y de la misión, que el viejo astronauta había tratado de ocultar, es que sólo en la Tierra es posible encontrar vida inteligente en el cosmos. No cabe imaginar mayor contraste con la legendaria y antropológicamente optimista “2001 una odisea del espacio” de Stanley Kubrick. ¿Significa eso un regreso a la vieja religión monoteísta, según la cual Dios sólo existe para el ser humano? ¿Una mayor madurez de la especie? ¿O será quizás que el neoliberalismo ha destruido cualquier ilusión ajena al lucro, incluyendo la esperanza de encontrar unos congéneres lejanos que disipen la idea nihilista de que el ser humano es un azar genético desafortunado?
Sin embargo, ajenos a estas meditaciones, los entusiastas de la ciencia ficción –o quizá western espacial, como sería el caso de “Star Wars”– siguen con sus sueños mucho más cercanos a la ficción que a la ciencia, como era el caso de las ficciones caballerescas de antaño. Unas ficciones en las que los científicos –locos o cuerdos– juegan el mismo papel que Merlín en las fabulas de Camelot. Abierta queda la cuestión de si aparecerá un Miguel de Cervantes que le dé la puntilla a todo este tipo de literatura y sus secuelas cinematográficas.
Veletri