lunes, 22 de julio de 2024

Hitler, Stalin, Churchill, Biden y demás individuos simpáticos

Si algo ha sabido el poder desde siempre es la importancia de escribir la Historia. No conoceremos jamás la versión cartaginesa de las guerras púnicas, ni tampoco la versión espartana de la guerra del Peloponeso, aunque es probable que sea cierta la idea de que Tucídides fuera uno de los historiadores más fiables que han existido nunca. El cristianismo primitivo tuvo muy claro desde el primer momento que ninguna otra visión de la Historia ni del conocimiento era admisible fuera de la suya propia. La autora británica Catherine Nixey describió de manera muy detallada en su libro “La edad de la penumbra” cómo los teólogos y clérigos cristianos hicieron una inmensa criba de toda la cultura clásica y sus filósofos. El más perjudicado de todos los pensadores griegos fue sin duda Epicuro, del que actualmente tenemos un conocimiento fragmentario, aunque sabemos que su obra fue por lo menos tan voluminosa como la de Platón. Pero los numerosos enemigos de la doctrina epicúrea –platonistas, estoicos, cristianos– hicieron que su obra desapareciera casi por completo, y que lo que sepamos de ella se limite a fragmentos dispersos y a esa especie de resumen de las ideas de Epicuro que es el poema de Lucrecio “De rerum natura” (De la naturaleza).

    El siglo XX y todo lo que llevamos del XXI han sido extraordinariamente prolíficos en todo lo referente a la manipulación de la Historia y de la información. Normalmente la historiografía occidental siempre ha asociado todo lo referente al arte de la mentira y la manipulación aplicadas a la política a regímenes como el nazi o como la URSS, en particular la URSS del período de Stalin. De esta forma, el jardín occidental sería un edén en el que sólo florecerían la verdad y la noble contienda política, un ágora que permitiría el desenmascaramiento casi infalible de todos los partidos de inclinaciones totalitarias y los posibles tiranos. Pero la cosa empieza a ensombrecerse cuando los mismos máximos perpetradores de la mentira, individuos como Hitler o Goebbels, dijeron en sus obras o declararon que todo lo que sabían de la manipulación de masas lo habían aprendido de las democracias occidentales, y en particular de las democracias anglosajonas. Los españoles tuvieron oportunidad de ver cómo las gastaban estas democracias anglosajonas cuando el caso de la voladura del Maine, que fue el pistoletazo de salida para que el imperio periodístico de William Randolph Hearst, el famoso “Citizen Kane” de Orson Welles, agitase unas aguas que acabaron de llevarse por delante lo que quedaba del moribundo imperio español en Cuba y Filipinas. No mucho más tarde llegó la Primera Guerra Mundial, esa guerra en la que el kaiser Guillermo II intentó que el Imperio Alemán igualase cuando menos al británico o mejor lo desplazara como poder hegemónico mundial. La primera acción bélica seria por parte de Alemania fue la invasión de Bélgica, y de inmediato la prensa británica empezó a publicar historias de mujeres belgas violadas o asesinadas por los “krauts”, historias tremendamente exageradas que recuerdan en gran medida a la famosa matanza de Bucha de la actual guerra de Ucrania.

    Si hemos de creer al propio Goebbels, su máximo maestro fue Edward Bernays, cuyo libro “Propaganda”, publicado en 1928, abrió grandes caminos no sólo en el terreno de la publicidad comercial, sino en el de la propaganda política y de guerra. Bernays describió cómo las minorías podían manipular a las grandes masas una vez instaladas en el poder, y también cómo manejar esos impulsos descritos por pensadores como Ortega y Gasset en sus obras. Es cierto que el régimen nazi elevó el arte de la mentira y la manipulación políticas a cotas quizá nunca alcanzadas en el pasado, pero Goebbels no fue el único inspirador de su famoso decálogo. Otros antes de él habían descubierto que la mentira tiene mayores posibilidades de ser creída cuanto mayor es y cuanto más apela a los resortes emocionales de los individuos.

    La metódica campaña de odio y exterminio contra los judíos es demasiado conocida para extenderse en ella aquí. Mucho menos conocido y, sobre todo, difuminado por la labor de omisión de la mayoría de los historiadores occidentales en las últimas décadas, es el proyecto de Hitler respecto a Ucrania y otras regiones de la URSS. No sólo convertir a Ucrania en el gran granero de cereales de la Gran Alemania que proyectaban los dirigentes del Tercer Reich sino explotar los inmensos recursos naturales de las demás regiones de la URSS. Para el Tercer Reich, los territorios de la URSS debían ser la misma fuente de beneficios para Alemania que India lo había sido para el Imperio Británico.

    De manera paralela a la de Hitler, transcurría la trayectoria de Stalin. Desde la época de la Gestapo, que puso en circulación las cifras más exageradas de los números de prisioneros y muertos que se daban en los distintos campamentos del Gulag, así como de la gran hambruna en Ucrania, supuestamente planificada por el gobierno soviético, la inmensa mayoría de historiadores y todos los propagandistas occidentales han coincidido en señalar las atrocidades sin fin del dictador de origen georgiano. Si el capitalismo había producido un monstruo como Hitler, había que demostrar que la ideología socialista era capaz de producir otro monstruo mucho peor. De ahí las exageradas cifras proporcionadas por Solzhenitsyn, quien, aparte de decir que si Pinochet o Franco no hubieran existido habría sido necesario crearlos, elevó el número de prisioneros políticos de la URSS fallecidos en el Gulag a sesenta millones de individuos. Una cifra totalmente inverosímil que, sin embargo, sigue siendo dada por buena en determinados artículos de prensa y, de manera más informal pero igualmente subliminal, en películas y comentarios en programas de televisión. Son pocos los que se toman la molestia de calcular que, si todas las víctimas del llamado Holodomor, de la guerra civil, de la guerra contra los nazis, del Gulag, etc., se sumasen, la natalidad de las mujeres soviéticas nunca habría podido llevar la población de la URSS a los más de 300 millones de personas que tenía en el momento de su disolución.

    Frente a estos dos tiranos execrables, Occidente contrapuso la figura del líder heroico. Winston Churchill se convirtió en el mito por excelencia de la Segunda Guerra Mundial. Dado que el Occidente colectivo no podía lidiar con la idea de que la mayor y más decisiva derrota de las tropas nazis se hubiera dado como consecuencia de la fallida Operación Barbarroja contra la URSS, la figura de Churchill y la resistencia del Reino Unido casi en solitario contra la Alemania nazi durante una cierta fase de la guerra sumadas al muy posterior desembarco en Normandía de las tropas aliadas, se convirtieron en la explicación favorita de la propaganda occidental de la derrota alemana.

    Sin embargo, la figura de Churchill no era ni mucho menos tan impoluta como la propaganda popularizada por los medios generalistas, el cine y la televisión nos han hecho creer. Sus crímenes en Afganistán, la India –donde sus políticas causaron una hambruna que se calcula dejó tras de sí cuatro millones de muertos–, Irlanda, y, en su última etapa de gobierno, en una Kenia sumida en un auténtico régimen de terror, son generalmente ignorados o justificados por la propaganda occidental. Sus comentarios racistas contra hindúes, irlandeses, asiáticos, africanos, etc., son como amables anécdotas indignas de ser relatadas o mencionadas. El embellecimiento de todo lo relativo a la figura de Churchill es un tótem que muy pocos se han atrevido a profanar.

    Los últimos adalides del discurso neocolonialista occidental son personajes como Zelenski, Netanyahu o Joe Biden, pero por razones de espacio y relevancia nos centraremos en este último. Biden ha sido uno de los más resistentes y longevos animales políticos del paisaje estadounidense. Envuelto en los mayores temas de política interior y exterior, fue el artífice principal de la famosa y poco conocida en Europa Crime Bill –oficialmente “Violent Crime Control and Law Enforcement Act”–, y fue también un actor importante en decisiones como la invasión de Irak en el 2003, dando su apoyo a la misma desde la supuesta oposición demócrata al presidente George Bush Jr., y más tarde apoyó sin rubor ni titubeos de ningún tipo todas las aventuras militares posteriores, como las de Libia, Siria, etc. Dicho sea de paso, la Crime Act llevó las cifras de presidiarios en Estados Unidos a unas cotas absolutas muy similares al número de prisioneros totales en la peor época del estalinismo.

    Tremendamente criticado por su retirada del Afganistán, Biden no tardó en embarcar no sólo a su país sino al mundo entero en una guerra como la de Ucrania que bien pudiera desembocar en una Tercera Guerra Mundial. Pero dado que, según la retórica del Occidente colectivo, el único responsable de esa guerra es Vladimir Putin, el viejo camaleón político yanqui estaría más allá de toda crítica, por supuesto. Llegados a este punto, es casi mejor renunciar a relatar todo el historial de embustero patológico de Biden, tanto en su vida personal como en la política, y mucho menos publicitado y denunciado por los medios de comunicación generalistas que las mentiras del neofascista Trump, ya que eso tendría que ser el objeto de otro voluminoso artículo. Pero no deja de ser bastante cómica toda la operación desarrollada por los medios occidentales para disimular el irreversible declive físico y mental de Biden, tachando de manipulaciones rusas o de la extrema derecha todos los videos en los que Genocide Joe aparecía titubeante, desorientado o incluso saludando a amigos imaginarios. Hizo falta un debate televisado visto en el mundo entero para que los escribas del Occidente colectivo admitieran la realidad. La tarea de glorificar y proteger a los líderes políticos propios y denigrar a los del bando contrario es el empeño común de todos los propagandistas dignos de ese nombre. Y es que como decía el antiguo gurú Bernays en su breve pero demoledor libro, no hay nada tan importante en una democracia como el control de la opinión pública.

Bibliografía

Hitler. A biography (Ian Kershaw)

– Propaganda (Edward Bernays)

The caging of America (Adam Gopnik, publicado en la revista “The New Yorker”)

Mentiras sobre la historia de la Unión Soviética (Mario Sousa)

– La edad de la penumbra (Catherine Nixey)

Un carnicero genocida y filofascista convertido en ídolo de la democracia burguesa británica. Los crímenes de Winston Churchill (El Blog del Viejo Topo)

Veletri

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