Supongo que la mayoría de los lectores de esta entrada conocerán la trama de la ópera Turandot, la obra póstuma y seguramente cumbre de Giacomo Puccini. Turandot es una princesa china que, queriendo vengar la violación y muerte de una de sus antepasadas, decide mantenerse virgen ante cualquier príncipe extranjero que pretenda desposarla. Para conseguir su propósito, exige a sus pretendientes que adivinen tres acertijos en apariencia insolubles. De manera invariable, todos los príncipes extranjeros que pretenden conquistarla atraídos por su inmensa belleza acaban bajo el hacha del verdugo. Sólo el audaz Calaf, hijo de Timur, el depuesto rey de los tártaros que mantiene en secreto su identidad convertido en mendigo, consigue por fin desentrañar los tres acertijos y, tras numerosas vicisitudes, hacerse con la mano de la princesa.
La magnífica ópera de Puccini comparte muchas de las características de los productos culturales occidentales tan propias del orientalismo que Edward Said denunciara en su día en su famoso libro con ese mismo título. La emperatriz china es presentada como una tirana sanguinaria e implacable, caprichosa, vengativa y llena de orgullo herido y de rencor, y los pretendientes como unos pobres pardillos subyugados por su belleza que caen en la trampa de sus acertijos indescifrables. En cuanto al pueblo de Pekín, es mostrado como una masa sumisa que puede ser sacrificada hasta el último pequinés si la hija del emperador así lo desea, pues tras el éxito de Calaf al adivinar los tres acertijos, Turandot, antes que entregarse, todavía se aferra a la posibilidad que le ha dejado abierta el mismo pretendiente: si Turandot consigue descubrir su nombre, el osado extranjero será ejecutado. Y lo que Turandot hace es torturar a cualquiera que pueda saber el nombre del extranjero, para gran pánico de sus sumisos súbditos. Una de las víctimas de Turandot es la esclava Liú, quien, a pesar de saber el nombre del extranjero, prefiere la muerte antes que delatarle. Es sólo al final de la ópera cuando Turandot, seducida a su vez por Calaf, da su brazo a torcer y consiente a desposarse con el extranjero, para gran alegría de su pueblo que se libra por fin de la cólera de la hija del emperador.
Debido justamente a la manera algo despectiva en que es representado el pueblo chino y su princesa, Turandot no fue representada en la República Popular China hasta 1998, nada menos que bajo la dirección musical de Zubin Mehta y con Zhang Yimou, el más célebre director de cine chino, en la dirección escénica.
Pero por supuesto la recepción de la ópera en los países occidentales es muy distinta. La sublime música de Puccini, especialmente la famosísima aria “Nessun dorma” pone a las audiencias en un auténtico éxtasis musical. Y todo el público encuentra normal esa representación de la China como un país retrasado regido por gobernantes digamos “exóticos”. Esa misma sensación de perpetua superioridad cultural –¿y racial?– no parece desaparecer con el tiempo, e incluso sería quizá posible encontrar algunos paralelismos entre la trama de la opera y la situación internacional actual. ¿Acaso no son personajes como Janet Yellen o Antony Blinken dos pretendientes que han viajado a China a tratar de seducir a la princesa china? Sólo que en lugar de inspirados por el amor, y, por lo tanto, abocados a la galantería y el arte de la seducción, los modernos pretendientes se dedican a emplear las horas pasadas en Pekín amenazando a los dirigentes de un país de 1.400 millones de habitantes y con una historia de miles de años con sanciones comerciales, acoso militar, la formación de esa especie de OTAN asiática que es la llamada QUAD, compuesta por Estados Unidos, Japón, Australia y la India, etc. En definitiva, se dirigen a la moderna princesa china con unas maneras que recuerdan más a las de un acosador sexual con dejes de violador en serie que a las de un romántico pretendiente. Dentro de este contexto, la UE sería la Liú moderna, la esclava que es capaz de cualquier cosa con tal de proteger la vida y los intereses del pretendiente aún a costa de la propia vida.
Sin embargo, los malos modos de estos modernos pretendientes no parecen haberles allanado el camino del éxito. Ni la antigua secretaria del tesoro de los Estados Unidos consiguió su propósito de que China disminuyera su producción industrial ni Blinken consiguió que China dejase de apoyar a Rusia en su guerra contra la OTAN en el escenario de Ucrania.
En realidad, ambas pretensiones eran bastante absurdas desde el punto de vista chino. Como ha explicado hasta la saciedad el economista norteamericano Michael Hudson en sus libros y artículos, China no tiene la menor intención de seguir el modelo de economía neoliberal financiera y parasitaria tomado por Occidente, bajo la ínfula de los países anglosajones, en los años 80, sino la de convertirse en la primera potencia industrial del mundo, un logro de hecho ya conseguido alrededor del año 2014. La preocupación de los gobernantes chinos es conseguir la autosuficiencia total, no la de ser una pieza prescindible del engranaje neoliberal. Y en cuanto a la pretensión de que China se sumase al acoso occidental contra Rusia, resulta todavía más absurda puesto que los dirigentes chinos son muy conscientes de que si Occidente lograse su objetivo ya nada oculto de destruir a la Federación Rusa, China sería la siguiente en el punto de mira de los manejos de la CIA, el Pentágono y demás servicios secretos occidentales. El elocuente video en el que Xi Jinping pregunta irritado a uno de sus asistentes hasta cuando durará la visita de Blinken da la medida de hasta qué punto la moderna Turandot siente hartazgo hacia sus pretendientes occidentales. Por no hablar de la patética salida del propio Blinken del aeropuerto de Pekín, acompañado sólo por el embajador de los Estados Unidos, sin que un solo político chino acudiese a despedirle. Por otra parte, un trato no muy diferente al recibido por Ursula Von der Leyen, la presidenta de la Comisión Europea tras su excursión asiática igualmente fallida. Occidente no termina de comprender que no está tratando con una princesa caprichosa, sino con los dirigentes de un país orgulloso y harto de ser el blanco de las invasiones y ataques de los diversos países occidentales y del vecino Japón.
Queda la paradoja de que fueron los mismos Estados Unidos los que en buena medida fomentaron la industrialización de la China en los eufóricos años 90 en los que Fukuyama y compañía celebraban el final de la Historia, apropiándose de pasada de la dialéctica hegeliana como quien rescata una moda que parecía demasiado vieja. Quizá los cerebros mentores de los think-tanks de Washington estaban tan embebidos de la idea de la superioridad congénita de la cultura y tecnología occidentales que ni siquiera se les ocurrió en aquella época en la que buscaban mano de obra barata para sus industrias que llegaría el día en que la China, pronto la India y otros países del llamado Sur Global podrían competir con Occidente por la calidad y cantidad de sus productos industriales.
En este trance de la Historia, es el Norte Global el que parece cada día más desnortado e incapaz de superar sus propias contradicciones. Se proclama a sí mismo democrático y protector de los derechos humanos, pero no sólo apoya plenamente el genocidio cometido por Netanyahu y sus secuaces en Gaza, en uno más de sus incontables actos de hipocresía, sino que reprime de manera indiscriminada las manifestaciones de protesta ante tal monstruosidad que se producen en el mismo Occidente. Y tanto en los países anglosajones como en Alemania se ha desarrollado un nuevo maccarthismo que lleva a prohibir actos de protesta contra la masacre de Gaza, a la detención de cientos de estudiantes por defender la causa palestina y al despido de aquellos profesores universitarios y funcionarios acusados de “antisemitas” por el mero hecho de su denuncia del genocidio. Pero lo que sigue engañando a grandes capas de la población en el Occidente colectivo ya resulta inaceptable a esa auténtica comunidad internacional que ve cada vez más en el amo occidental a un rey desnudo, iracundo y cínico digno del desprecio ya no de la princesa Turandot sino del de cualquier modistilla u operaria de los miles de sweatshops que el neocolonialismo occidental ha expandido por toda Asia.
Veletri
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