Todos conocemos a personas que padecen el síndrome de la inocencia perpetua. Son los típicos que siempre culpan a los demás de cuanto sucede. No es necesario que vayan a misa –aunque a menudo son practicantes asiduos–, pero sí que procuran rodear todo lo que hacen de un inefable halo de inocencia. Cuando se les pilla in fraganti en una de sus fechorías, cosa que suele ocurrir, no sólo afectan no comprender las consecuencias de lo que hacen, sino que siguen argumentando que no podía haber mejor solución para cualquier asunto que la que ellos han impuesto. Y cuando el desaguisado alcanza tales dimensiones que no queda más remedio que admitirlo, siempre consiguen argumentar que cualquier curso de acción opuesto habría sido infinitamente peor.
Además, estos seres suelen ser muy agudos a la hora de escoger con quién quieren quedar bien y quién va a verse perjudicado por sus acciones. Su lema rara vez confesado es el de ser débil con el fuerte y fuerte con el débil. De esa manera es imposible equivocarse.
Cuando estos comportamientos privados se llevan al ámbito de la geopolítica, lo que se consigue de manera casi indefectible es un terror ilimitado pero no identificado como tal bajo la ilusión de la inocencia. Y a lo largo de cinco siglos de predominio del eurocentrismo, se puede decir que el Occidente colectivo ha desarrollado este difícil arte hasta alcanzar una casi insuperable perfección. Si la España imperial colonizó y expolió lo que hoy conocemos como América Latina bajo la coartada de la expansión de la fe católica, enseguida fue toda Europa la que se unió a ese festín en el que se trataba al planeta entero como si fuera un banquete que repartirse.
Después de la Segunda Guerra Mundial, y tras el demasiado escandaloso genocidio llevado a cabo por la Alemania nazi –en realidad, no tan distinto de los cometidos por los ya citados españoles, los colonos anglosajones en la América del Norte, o el todavía ignorado por muchos Leopoldo de Bélgica en el Congo, etc, etc.–, apareció el espejismo de que este capítulo de la historia humana iba a poder cerrarse. Sin embargo, la mera existencia de la OTAN, ese puro y simple club de las antiguas naciones colonialistas, hubiera debido servir de advertencia de que lo que en realidad se planeaba desde los centros de poder mundiales de siempre era la perpetuación de ese mismo modelo colonial bajo otros ropajes y organizaciones, tales como la misma OTAN, el Banco Mundial o el FMI. O como dijera el barón de Lampedusa en la novela “El gatopardo”: “Todo debe cambiar para que todo siga igual”.
Por supuesto que el surgimiento de la OTAN fue presentado como la necesaria defensa contra el “imperialismo soviético”. Pero a cualquiera hubiera debido llamarle la atención el hecho palmario de que, una vez desaparecida la URSS, esa pesadilla de las legiones de almas bien pensantes, la OTAN no desapareciera en absoluto, sino todo lo contrario. El número de sus miembros crecía de año en año, hasta llegar a rodear por completo a ese país que ya no era la URSS sino Rusia. Pero claro, Rusia ya tenía asignado por los siglos de los siglos el papel de la pérfida universal, un rol muy necesario para la buena salud de las compañías de armamentos de todo el mundo. El hecho de que la misma Rusia presentase su candidatura a unirse a la OTAN fue escondido bajo la alfombrilla de la sala de estar, como todo aquel detalle que pudiera contradecir el relato oficial. En realidad, lo que se le quiso comunicar a Rusia con tal decisión es que no iba a formar parte de los comensales, sino de los manjares del festín. De alguna manera se iban a reanudar los planes de Hitler de hacerse con todas las riquezas de la antigua URSS pero sin el engorro del estado soviético o ruso, y esta vez a través de la Alianza Atlántica. Pero a esto volveré más adelante.
Volviendo a la OTAN propiamente dicha, rápidamente adquirió esta organización el carácter de gendarme universal de los intereses del gigante USA y sus esbirrillos europeos. Yugoslavia, Afganistán, Irak, Libia, Siria, y ahora Yemen, son los nombres más relevantes de los países que han sufrido los horrores de la maquinaria de guerra otánica, pero hay muchos más. Todos ellos países sumidos en el exterminio y la miseria más devastadores, pero la cosa valía la pena, porque ya aclaró en su día Madeleine Allbright que “traer la democracia a Irak vale la muerte de medio millón de niños” ante la pregunta de una entrevistadora de la CNN. En cuanto a Yugoslavia, se consiguió el objetivo de destruir un modelo de socialismo autogestionario al que no podían aplicarse los mismos eslóganes que se aplicaban de manera rutinaria contra la URSS, y en Libia se destruyó al país más próspero y más avanzado socialmente de África bajo el pretexto de derrocar al “tirano” Muamar el Gadafi. También el primero en proponer el reemplazo del dólar por otras divisas, entre ellas una moneda propiamente africana, para el pago de las transacciones petroleras.
Pero las guerras de Ucrania y de Gaza han propiciado la ocasión orgiástica para que el síndrome de inocencia propio del Occidente colectivo alcance ya grados de lo que cualquier psiquiatra medianamente competente diagnosticaría como esquizofrenia demente aguda, allí donde el doble rasero occidental ha alcanzado tales niveles como para provocar algo entre la rabia y la hilaridad fuera del coto cerrado del mundo occidental poseedor de la verdad, con su orden y sus reglas. Si ya la guerra de Ucrania, buscada y deseada por la OTAN durante por lo menos una década, fue una maravillosa ocasión de contemplar la absoluta falta de objetividad de los medios de desinformación masiva del llamado “mundo libre” –todavía hay quien usa esta expresión–, vulgo jardín borrelliano, la apología indirecta, o incluso directa, del genocidio perpetrado en Gaza contra un pueblo prácticamente desarmado por el ejército israelí, y ello tras décadas de una descarada política de apartheid, ha demostrado que, desde el plano ético, Occidente no ha avanzado en lo más mínimo desde que los colonos anglosajones exterminasen a los llamados “piel rojas”, sino más bien todo lo contrario. Mientras que las cadenas de televisión nos recordaban que los refugiados ucranianos eran “blancos y rubios como nosotros”, en la actualidad, lo único que hacen esos mismos medios es resaltar el “terrorismo palestino”, poniéndolo como gran coartada para la consumación de una limpieza étnica empezada en 1948.
No sólo se manipula la información de lo sucedido en Israel y Gaza, edulcorando el carácter fascista, supremacista y de integrismo religioso del actual estado de Israel –porque “integristas” sólo son los otros, ya se sabe–, sino que se represalia a los pocos intelectuales norteamericanos y europeos que se atreven a exponer el actual estado de cosas. Como en los mejores tiempos del senador Mc Carthy, o como en la edad dorada del neoliberalismo en la década de los felices 80 contra los catedráticos poco entusiastas de la nueva doctrina económica, se está produciendo una purga en las universidades norteamericanas contra cualquiera que denuncie los crímenes del estado de Israel bajo la acusación de “antisemitismo”. No es de extrañar; lo único que está haciendo Israel es reproducir el eterno síndrome de inocencia y de autojustificación del Occidente colectivo.
Veletri
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