viernes, 5 de enero de 2024

EL SEÑOR PRESIDENTE

“El señor presidente” es el título de una legendaria novela del escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias. Su trama principal consiste en la descripción de las atrocidades cometidas por un presidente del mismo país, un presidente envanecido y delirante capaz de cometer los peores crímenes.

    Cuando hace ya algunos años yo traje a discusión esta novela en una tertulia literaria, mis contertulios no podían creer que un personaje semejante hubiera existido en la realidad. ¿Habían oído hablar de Pinochet, Somoza, Stroessner, Videla o tantos otros genocidas latinoamericanos aupados al poder por las respectivas oligarquías locales pero siempre o casi siempre apoyados por el gobierno de Washington? Supongo que sí, pero como los occidentales estamos condicionados para creer que en el jardín borrellesco estas cosas no pueden suceder, les costaba bastante creerlo. Aclaro que mis contertulios, con los que sigo teniendo buenas relaciones, no eran simpatizantes ni del PP ni de Vox, pero les resultaba algo inverosímil que no hubiera noticias de tanta infamia. De lo que no dudaban ni un instante, sin embargo, era de las atrocidades de Stalin, Ceausescu o de Milosevic, por ejemplo. Y es que la propaganda occidental es en verdad magistral.

    En realidad, la brillantísima novela de Asturias, ganador del Nobel de literatura en 1967, escrita con un lenguaje de una belleza casi alucinógena, se refiere al más que conocido dictador Estrada Cabrera, del cual la Wikipedia cuenta cosas como la siguiente:

“Para 1916, Guatemala contaba con dos millones de habitantes, pero esto no impidió que los aduladores del presidente lograran que este fuera reelecto con la absurda cantidad de diez millones de votos, tras forzar a las haciendas a enviar a grupos de mozos colonos varias veces a votar. Estrada Cabrera inició el que sería su último período en 1917.

Ya para el cuarto período de Estrada Cabrera prevalecía el despotismo. Los ministros del presidente no eran más que simples asesores y los impuestos del estado iban a parar directamente al bolsillo del presidente: siguiendo el ejemplo de sus antecesores, Estrada Cabrera logró amasar una fortuna de ciento cincuenta millones, a pesar de tener un salario nominal de mil dólares anuales. Los ministros eran seleccionados de entre sus aduladores y no tenían ni voz ni voto en las decisiones del gobierno. La Asamblea Nacional no era muy diferente: ninguna ley se aprobaba sin la venia del presidente. Y, por último, los jueces estaban totalmente entregados a los intereses del presidente".

    Quien lo desee, puede consultar en la Wiki la entrada completa del personaje en cuestión. El tal Estrada Cabrera fue simplemente uno más de los numerosos genocidas que han sembrado de terror las Américas. ¿Pero cuáles son las cualidades que han de adornar a un presidente que sea aceptable para los parámetros occidentales? Por supuesto tiene que ganar unas elecciones, aunque también se acepta pulpo como animal de compañía, es decir, se tolera que se dé un golpe de estado para derrocar a un gobierno que se salga del guion impuesto por los mandamases de Washington y/o del FMI. Aunque la modalidad más favorecida actualmente por los poderes globales establecidos es la del lawfare, como fue el caso de Dilma Rouseff en Brasil o el de Pedro Castillo en Perú, ambos destituidos en auténticos golpes de estado judiciales que tienen la ventaja de no ser tan sangrientos, al menos en sus inicios. Otra cosa es que las protestas ante gobernantes tan impopulares llegados al poder a través de estas maniobras, como por ejemplo la peruana Dina Boluarte, puedan a su vez ocasionar posibles sublevaciones populares con su secuela de muertos por la represión policial y militar.

    Pero ya que hablamos de señores presidentes, podríamos hablar también del que es el presidente por antonomasia, el que podríamos llamar el presidente global y supervisor de todos los demás presidentes del mundo. El muy y mucho democrático presidente que rige los destinos del mundo occidental –y, a ser posible, también de esa parte del mundo que intenta escapar a la férula de Occidente– desde la Casa Blanca en Washington. ¿Qué condiciones debe reunir ese presidente de potestad universal?

    Su misión principal es la de asegurar la pervivencia del llamado “orden basado en unas reglas”, que suelen ser las reglas que convengan al neocolonialismo occidental en cada momento y situación. Por ejemplo, intervención abierta en países como Iraq, Libia, Yugoslavia, Afganistán, Siria o Ucrania, por citar sólo unos ejemplos, y complicidad, en cambio, en los genocidios cometidos en países como Yemen, Palestina, Indonesia, Timor o tantos otros, la mayoría ya olvidados en el tiempo. Resulta obvio que el presidente responsable de llevar adelante todas estas empresas no puede ser un cualquiera. Su elección debe ser algo cuidadosamente aquilatado y considerado, y es por ello que es necesario que los posibles candidatos sean depurados ya en los primeros escarceos de las elecciones primarias tanto del Partido Demócrata como del Republicano. La elección del presidente Jimmy Carter allá en 1976 fue una de las raras excepciones a estas reglas. Aunque por supuestísimo Carter era un hombre del sistema, su insistencia en el respeto a los derechos humanos le hizo algo enojoso por su escaso afecto hacia los dictadores del cono sur del continente americano. Si bien la supuesta defensa de los derechos humanos han sido siempre un arma propagandística perfecta contra cualquier país que buscase librarse de los dictados de Estados Unidos y sus instituciones filiales –FMI, Banco Mundial, etc.–, en el caso de Carter, su ecuanimidad al criticar severamente a los regímenes genocidas de Chile y Argentina y no sólo a los del bloque del este de Europa resultaba genuinamente molesta. Cierto que Carter se redimió a los ojos de los prebostes del Imperio al empezar la financiación y armamento masivo de los “freedom fighters” islamistas en Afganistán en su lucha contra la URSS, pero su tono moralizante marcaba una tendencia indeseable de escasa rentabilidad para los intereses globales de Occidente.

    Los presidentes que le siguieron aprendieron bien la lección y no cometieron los mismos errores. Tanto de Reagan como de Bush padre e hijo no cabía esperar los menores escrúpulos de conciencia en esa cuestión, y tanto Bill Clinton como Obama fueron perfectos ejecutores de los planes del Pentágono en su búsqueda de esa “New American Century” cuyos objetivos explicara tan claramente el antiguo comandante supremo de la OTAN, el general Wesley Clark, a su vez candidato frustrado a la nominación a la presidencia del Partido Demócrata. En cuanto al energúmeno Trump, ya se sabía que para él el concepto de derechos humanos era simplemente irrelevante. No obstante, fue el único de todos estos presidentes que no empezó una guerra durante su mandato.

    Dados todos estos requerimientos para el cargo, es difícil imaginar a alguien más digno de ocuparlo que el actual presidente de los Estados Unidos, Joe Biden. Si se trataba de superar la perfidia y el cinismo de Nixon o del Bush junior de la guerra de Iraq, hay que reconocer que “Bombardero Joe”, por no decir “Genocida Joe”, lo está consiguiendo con creces. Dotado de un infinito don para la mentira, la corrupción y la falsedad, tanto en el ámbito privado como en el público, Biden ha estado detrás de todos los empeños más canallescos del Imperio tanto en el frente interior como el exterior. En lo doméstico, fue uno de los artífices principales de la famosa “Crime Bill”, o sea, la ley que facilitó el que un ciudadano estadounidense pudiera acabar con una cadena perpetua tras haber cometido tres delitos considerados como graves. Uno de los resultados de esta ley, aprobada bajo el mandato de Bill Clinton, ha sido que Estados Unidos se haya convertido en el país del mundo con más presidiarios, tanto en números absolutos como relativos, con una cifra que ha oscilado en las últimas décadas entre los 2.500.000 y los 2.200.000.

    En cuanto a la política exterior, Biden no sólo alimentó la política de total agresividad de Ucrania contra Rusia, uno de los factores que desencadenaron la invasión, por mucho que los medios occidentales lo nieguen, sino que, además de armar masivamente al régimen de Kiev, frustró junto con Boris Johnson, a la sazón primer ministro británico, las expectativas de un tratado de paz entre Ucrania y Rusia en abril del 2022, con un resultado de más de un millón de ucranianos y cientos de miles de rusos muertos.

    Pero sin duda la guinda del pastel está siendo la complicidad absoluta y total del régimen de Biden con el genocidio cometido por Israel en Gaza y, en menor medida, Cisjordania. Es esta hipocresía de condenar la invasión rusa de Ucrania, pero alentar con todos los medios a su alcance los crímenes del carnicero Netanyahu en Palestina, lo que está poniendo en evidencia ante los ojos del mundo entero el doble rasero y falsedad del Occidente colectivo en su supuesta defensa de los derechos humanos y del “orden basado en leyes”. Unas leyes que se interpretan una y otra vez de una manera que favorezcan únicamente los intereses más viles de Occidente, con marionetas como la llamada Corte Penal Internacional de la Haya, que sólo sirven para escenificar un simulacro de legalidad que cada día resulta más risible por su obvia y delirante parcialidad. La imagen de ese presidente definitivamente gagá, tambaleándose por las tarimas y saludando a amigos imaginarios, parece por sí misma la imagen de un Occidente zombi, un Occidente incapaz de digerir, asimilar y aceptar la diversidad del mundo en el que vivimos, un mundo en el que cada vez es más difícil acallar la voz de megaestados como China, la India o Rusia, por no hablar de otros estados emergentes. Un Occidente que sólo puede perpetuar su apenas disimulado neocolonialismo a través de la violencia más descarada y abyecta.

Veletri

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