Es difícil moverse en un cenagal de arenas movedizas, porque cada paso te hunde más en el barro. De la misma forma, cuando una sociedad alcanza un determinado nivel de deterioro y desintegración, ninguna de las soluciones propuestas parece funcionar. En la política de los países occidentales, estas situaciones de impasse, quizá de hartazgo histórico o de la Historia, han llevado a elecciones casi imposibles entre lo malo y lo peor, sin poder estar ni siquiera muy seguro de qué es lo peor: en Estados Unidos, se da a elegir entre el ultraliberalismo nacionalista y supremacista de Trump y el neoliberalismo straussiano de los demócratas, en Francia entre el discípulo de Rothschild Macron y la xenófoba neofascista Marine Le Pen, en Gran Bretaña entre los conservadores y los laboristas totalmente desnaturalizados de Keir Starmer… En definitiva, la contienda política se reduce a unas elecciones desesperanzadas en las que el sistema no busca otra cosa que perpetuarse a sí mismo, mientras que a los ciudadanos se les contempla como a rebaño al que manipular y que no puede sino moverse en un margen cada día más estrecho de la ventana de Overton; cualquiera que discuta las medidas tomadas durante la pandemia es un conspiranoico, cualquiera que ponga en cuestión la versión otanista de la guerra de Ucrania es un esbirro o un tonto útil de Putin, cualquiera que critique el genocidio de Gaza es o un antisemita o un agente iraní, etc. No hace mucho el excomisario de la UE para comercio interior Thierry Breton advirtió de que un resultado electoral poco satisfactorio para Bruselas en las inminentes elecciones alemanas se encontraría con una anulación o veto por parte de la UE, como ya ocurrió en Rumanía, y ya no hablemos si la disidencia política llega a unos temas más ideológicos como, por ejemplo, poner en tela de juicio la agenda neoliberal, auténtico tronco común de la UE y la Casa Blanca de los demócratas, una agenda que sólo desde la llamada extrema derecha es posible poner en tela de juicio en algunos puntos, ya que cualquier desviación de la doctrina hegemónica desde la izquierda es tachada de marxismo anticuado o estalinismo. De hecho, el mismo sistema ya apenas les encuentra utilidad a los partidos conocidos como socialdemócratas, puesto que se han convertido en meros instrumentos de las élites globalistas neoliberales que dominan hasta el último recoveco del más bien paupérrimo pensamiento político occidental moderno.
Sin embargo, esta homogeneidad de pensamiento, con los Trumps, Melonis o Le Pens de turno como agentes díscolos, no está llevando a unas sociedades más integradas y funcionales, sino a todo lo contrario. La distopía ya ha dejado de ser un fantasma lejano para convertirse en la parte más sólida y visible de la realidad. En un panorama de una impecable pureza orwelliana, la degradación de la sanidad y los servicios sociales es constante, el ascensor social ha sido sustituido por una especie de cuerda de alpinista del Everest y los medios hegemónicos de desinformación masiva han abandonado cualquier papel que no sea el de mera correa de transmisión de los mensajes del poder. Las campañas monolíticas para incentivar el pánico en tiempos del Covid e imponer las vacunas y de una rusofobia de una intensidad casi de progrom medieval con motivo de la muy provocada guerra de Ucrania han creado la mentalidad necesaria para encararse de manera obsesiva a un supuesto enemigo externo al que culpar de todos los males, mientras que la extrema derecha abona el terreno de la confusión tildando de izquierdistas o incluso de pseudomarxistas a instituciones o programas como la UE, el Partido Demócrata de los Estados Unidos, la OMS o el famoso reseteo de Klaus Schwab. Nunca la desinformación ha tenido tantos padres de tantas filiaciones distintas y nunca se ha dominado con tal maestría la estrategia del caos.
Así que mientras la ideología woke escinde la sociedad, otorgándole una importancia desorbitada a las cuestiones de género, como si el mero hecho de ser homosexual o lesbiana fuera un marchamo de pureza ideológica o progresismo y no una simple preferencia sexual, y como si en la vida de los seres humanos no existiera otra cosa que la sexualidad o la identidad racial, olvidándose de minucias como la vivienda, la sanidad, el derecho a la educación, los derechos laborales, etc., la extrema derecha escoge otra vía de escisión en torno al origen étnico de los individuos en busca del clásico chivo expiatorio al que culpar de todos los desajustes y disfuncionalidades de un Occidente que ha sufrido cuatro largas décadas de distopía neoliberal.
En un mundo así, la solución de los problemas reales ocupa un lugar muy secundario en la lista de prioridades. Lo que importa son los reclamos políticos y crear una atmósfera de constante pánico hacia las sucesivas pandemias, hacia Rusia, hacia China, etc. Se habla abiertamente por parte de individuos como el flamante nuevo secretario general de la OTAN Mark Rutte o la inefable ministra de asuntos exteriores alemana Annalena Baerbock de la necesidad de sacrificar la sanidad y los derechos sociales en aras de la lucha contra el monstruo ruso, so pena de acabar pidiendo asilo político en Nueva Zelanda o tener que aprender ruso como primera lengua –Rutte dixit–, mientras que la política de incendios de una ciudad tan importante como Los Ángeles se basa en tener a una jefa de bomberos negra y lesbiana a la que sin embargo se la deja con diecisiete millones de dólares menos en el presupuesto de su departamento y con las bocas de incendios huérfanas de agua mientras que el matrimonio Resnick controla el 60% del agua del estado de California en régimen de empresa privada, todo ello ante la complaciente mirada del gobernador Gavin Newsom, una de la grandes estrellas del Partido Demócrata y muy probable presidenciable cuando el segundo mandato de Trump acabe en un previsible fracaso. ¿La solución ante un caos semejante? Como siempre, la empresa privada. Cualquier ciudadano de California, un estado muy propenso a sufrir incendios gigantescos año tras año, puede permitirse contratar los servicios de una compañía de bomberos privados por el módico precio de 100.000 dólares.
Al revés de las utopías, que tienden a marchitarse al contacto con la realidad, la distopía tiene una extraña habilidad para retroalimentarse. Ninguna situación es tan caótica o irracional que no pueda desembocar en un dislate todavía mayor, y pronto la ley de Murphy parece el único criterio fiable a seguir a la hora de predecir el futuro. Los grünen alemanes, por ejemplo, no ven ninguna contradicción en que la energía utilizada en Alemania provenga del carbón, el muy dañino para el medio ambiente fracking estadounidense o incluso la energía eléctrica que el país germano obtiene de las centrales nucleares francesas, mientras que dichas centrales son tabú en Alemania. Por su parte, la candidata ultraderechista Alice Weidel, también lesbiana militante, insiste en el clásico mantra empleado por la extrema derecha más reaccionaria desde hace décadas de que Adolf Hitler era en realidad un izquierdista socialista con el que ella y los suyos no pueden sentir ninguna afinidad intelectual ni ideológica. Indirectamente, Baerbock vino a darle la razón cuando afirmó en Praga estar orgullosa de su abuelo, alto oficial de la Wehrmacht y nazi entusiasta, “porque él, al menos, había luchado por una Europa unida”. Se supone que en contraste con el maléfico Vladimir Putin.
En cuanto al cacareado malestar de los neoliberales globalistas de Bruselas con el caudillo supremacista de la Casa Blanca, quizá no sea aventurado imaginar que sea más lo que les une que lo que les separa. En todo caso, lo peor de ser un caniche es que la rebelión contra el amo es casi impensable, incluso en los casos en los que peligra la misma supervivencia.
Veletri
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